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30 de junio de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe. El oficio de la mirada








LA HORA INTERIOR

11.  El oficio de la mirada.



“(…) has cerrado los ojos y entras y sales de ti mismo
a ti mismo por un puente de latidos:
EL CORAZÓN ES UN OJO”.
-Octavio Paz, La casa de la mirada.

No despierto aún ante los aromas terrenales que con grato insomnio derraman su brisa matutina sobre los campos, el hombre sigue recostado en la litera de pino tallado. Sabe que el mundo  rueda interminable como una esfera de cristal cuyo centro está en todos los sitios. Junto a él pasan las horas y en ellas la memoria de ciertos días ultrajada por la pasión de ciertos rostros, de ciertas cosas cuya forma, ciertamente, no habrá cambiado desde aquel remoto pasado. Piensa que es bueno leer antes de hundirse en la sala de su casa para desembocar en el frío corredor de pálida baldosa donde se cierne el rocío de la aurora. Al azar toma Hojas de hierba, de Walt Withman, en la noche había soñado con volver a los poemas de Álvaro Mutis y de Meira Delmar, pero también pensó que toda elección es arbitraria y que las tretas del sueño rara vez tienen un sentido común. Leyó en Withman, acaso recordando que aquel poeta escribió un solo poema para todos los hombres:

Quédate conmigo este día y esta noche y tendrás el origen de todos los poemas,
tendrás lo bueno de la tierra y del sol… quedan millones de soles,
no volverás a experimentar las cosas de segunda o de tercera mano… ni verás con los ojos de los muertos… ni te alimentarás de espectros en los libros,
tampoco verás de mis ojos ni conocerás las cosas a través mío, oirás y discernirás por ti mismo.

Cada palabra está desnuda, arroja su sombra sobre la fatalidad de nuestro cuerpo; cada palabra nos remite a nosotros mismos, como cada acto remite al primer hombre. Whitman abundó en caóticas y felices enumeraciones; su poesía es tan nuestra como suya. El día inicia con un poema: si la mañana es de un azul vegetal entonces prefiere a los románticos ingleses; si la niebla es densa y blanca, Marguerite Yourcenar entra a compartir la soledad y el silencio; con ella se pueden descifrar los sueños y convertirles en una triste minucia de cenizas. Sin embargo, no gusta de la cotidianidad; todo deseo circunscrito en hábitos deberá ceder al cambio por mayor o menor esfuerzo.
La mañana es luminosa y el aire es débil, apenas un susurro entre las olorosas hojas de los eucaliptos. Ha caminado un poco: subió por el camino empedrado hasta el estanque donde en cierta noche se vio extensión de las estrellas. Contempló la huerta enmudecida aún por el rocío y desvió la mirada sobre el valle de manso cuerpo. ¿Qué es aquella sensación de la tierra en su estado más virgen, claro e inocente? ¿Por qué la hora matinal coronada de rayos de sol entre un cielo de colores marinos, tiñe de primavera cada filamento de cada planta hasta hacerlo materia leve y delicada? ¿El pájaro habla con los vientos? ¿Qué respiran las piedras en su callado lenguaje?
Le atraían las preguntas y la extrañeza y la perplejidad. Ante él se multiplica el asombro, creyendo que éste es el corazón palpitante de algún dios que sobre estas tierras vigila con hechizado consuelo. Era discreto con el cuerpo y la voz, su mirada, traviesa, desnudaba las ignotas y sobrehumanas formas de las nubes, todas ellas trazaban una suerte de relato fantástico sobre la ancha piel del cielo: tal vez el valiente Ulises navegó entre mares furiosos donde olas de blanca espuma golpeaban la barca hasta desaparecerla por su misma condición de nube. Mirar era conocer, reconocer; mirar era para él descubrir la escritura de la gota de agua sobre el herido tronco del viejo sauce; mirar era saberse de un tacto que no le negaba su ser mismo.
Pero el día con sus lentos aromas de viento raudo, con su apenas visible quietud en el medio día sin sombra, iba superponiendo la rígida y voluptuosa necesidad de escribir. El hombre ignoraba la suerte de sus versos, lo poco que había escrito le había merecido unos cuantos elogios de cercanas amistades, no así, descreía de llamarse poeta, título que, ciertamente, el tiempo con sus azares y sus fechas sobre una lápida habrá de otorgar en su justa medida.
La poesía acecha en cada instante, es latente, es una onda con alma que deja círculos en el río que corre junto a nosotros. La poesía no es otra cosa que una promesa hecha de secretos y de misterios; la poesía es la roja flecha que en su vuelo deja una finísima música en el aire de su danza; la poesía es vacío creador sin nombre porque todos los nombres pertenecen a ella.
Sumergido en oscuras reflexiones sobre el tiempo y la memoria, sentía muy hondo en su cuerpo, una leve molestia como de enfermedad naciente o de un pasajero amor de negro cabello y  salvajes labios. La necesidad es un vino que al fin termina por ser bebido, y en su cauce de dulce embriaguez ha de hallarse lo que, en cierta forma, nunca fue buscado y jamás solicitado por otros. Ya las palabras van acechando en la mente y un cosquilleo como de flácido pelaje felino entre las manos, va dejando efluvios incomprensibles. Es el poema, piensa él, el poema que pide ser palabra, y la palabra pide ser poema en el abrazo interminable de la poesía. Unas palabras vienen, otras escapan, son un surtidor que acelera su danza al caer la tarde de ámbar. Luego, de nuevo, los ojos se pierden en el poniente de codiciado oro, y las montañas a lo lejos se revisten de un pálido color de quemadas nubes, y el viento deja de agitar las copas de los pinos y de las acacias; todo es quietud en la hora fugaz del ocaso. Algo susurra, algo desea inventarse, algo huye y reaparece cuando el sol se ha hundido en un océano calmo donde las tinieblas son el horror, el olvido y la belleza en la blanca simetría de la creciente luna o en la fulgurante perla de la estrella.
Algo quiere dormir en las salas amargas de la noche, la mirada, que ya, secretamente, habrá escrito el poema.



Wilson Pérez Uribe.


14 de junio de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe. El Astrófilo








LA HORA INTERIOR

10.  El astrófilo.

III: La noche de los astros: entre las palabras y el silencio.

En ciertas memorables páginas que Octavio Paz dedicó a André Bretón y al surrealismo, leemos: “El hombre es un ser que imagina y su razón misma no es sino una de las formas de ese continuo imaginar. En su esencia, imaginar es ir más allá de sí mismo, proyectarse, continuo trascenderse”. El hombre no es más que un ser amoroso que siente la viva encarnación de sus sueños en todo lo que desea. No menos razonable es la afirmación del nobel mexicano que las mismas palabras que se desprenden del término astrófilo. La etimología nos ha enseñado, ya a expensas de la tradición, que la raíz griega áster- significa estrella, y philos- significa amor. Oculta está la palabra imaginación en la vertiente nominal de astrófilo; fundidas en su piel yacen los verbos mirar, contemplar, observar, admirar. Astrófilo no es más que, retomando a Octavio Paz, un ser que imagina, pero cuyas formas de imaginar siempre han de partir de su interior hacia el exterior: el firmamento nocturno.
¿Dónde reside la mayor y más poderosa satisfacción del astrófilo? Como el antiguo nómada que trazaba especulaciones en la noche constelada, en el mediodía sin sombra o en la bifurcación del relámpago, el astrófilo se deleita con la contemplación de los objetos celestes. La proyección de su ser no la otorgan las vanas materias terrenales, el cosmos con sus secretos y su música de onda de luz y de pasado, ha de conferir de todo cuanto goce pueda soportar la maravillada pupila y el crepitante latir del corazón.
¿Qué es aquello que puede generar una lágrima, una profunda emoción o las sílabas de una reflexión cuya fisionomía de reptil o de pez también surgió de la formación, gota a gota, de elementos pesados y débiles a partir de la gran masa de una estrella en constante combustión?
El suscitado interés por la observación del cielo estrellado no es un acontecimiento moderno, salvo por los instrumentos, ciertamente debe ser considerado como un fenómeno de milenios. Quizá el sentido se haya redimensionado con la aparición del primer telescopio en la época de Galileo Galilei, pero no así la perplejidad o todo claro atisbo de asombro que está más allá del rígido dictamen positivista, que no deja de ser válido para la comprensión de ciertos fenómenos físicos. Quizá la noche sea inmutable con todas sus leyes y sus secretos y sus bellezas, pero los ojos desgarrados por el temblor luminoso de una estrella, pensemos en la multicolor Sirio o en el sistema de Alfa Centauri, sólo ceden al gemido, al llanto, a la exclamación o, en su defecto, a la palabra.
El astrófilo vive entre el silencio y las palabras, no un silencio ciego frente al exacto desorden del firmamento o una palabra sesgada por la condición natural del hombre. Un silencio vivo, atento, desnudo a lo imprevisible; una palabra reveladora del ser y de lo sagrado, que manifieste la conexión entre el flujo sanguíneo y los átomos danzantes en el centro galáctico; una palabra puente, una palabra poética que se desnude en la primitiva conciencia de todo sentir y todo pensar.
Acaso el hecho de admirar las estrellas se convierta en un viaje personal que en su singularidad, está transido por la historia planetaria. Es fácil afirmar que cuestiones tales como la existencia de vida en otras latitudes del cosmos concierne a muy pocas personas, no obstante, hay otros puntos, además del interés por saber qué hay más allá del universo observable, qué hay de cierto en la teoría del multiverso o en la teoría de cuerdas, que evidentemente exige la atención de nosotros como seres humanos: el cuidado del planeta Tierra para continuar en la cotidiana y feliz admiración de los fenómenos naturales. Dependemos de la naturaleza: los campos son nuestros principales proveedores de alimentos, los mares se han convertido en una despensa que creemos inagotable, los bosques, los ríos han sido ultrajados de su riqueza inmaterial. La naturaleza humana es fluctuante; muta entre la belleza y el horror.
Somos un solo planeta, un vulnerable cuerpo celeste que gira alrededor de una estrella mayor, el Sol, que, a comparación de otras tantas, es una pequeña esfera que ocupa una diminuta porción de la Vía Láctea. Somos un grano de arena, un punto de pálida luz azul, así como calificó Carl Sagan a la Tierra luego de recibir, un 14 de febrero de 1990, una fotografía tomada por la sonda espacial Voyager  I, a una distancia de 6000 millones de kilómetros de nuestro planeta. Concierne entonces al astrófilo interrogarse a sí mismo y a la humanidad, no tanto por descubrir una suerte de poética del cosmos, sino para reflexionar sobre cuál ha sido la posición que como humanos hemos tomado frente a nuestro hogar, ese quebradizo espejo cargado de dioses, de civilizaciones, de ciudades, de tantos e indescifrables afanes; de tantos e incomprensibles conflictos.



La noche cantada por los poetas, descifrada, caminada, enternecida por la dualidad del silencio y del bullicio, la noche de los astros en la que Buda despertó, la antigua noche de Ulises sobre la pleamar, la noche danzante para los rostros de Shakespeare, la noche de ojos negros para una luna temblorosa en los dedos de Beethoven, Chopin y Rachmaninov. La noche encendida por los sacrificios de los aztecas, la tatuada noche de brillos y de ausencia, la innombrable noche que sólo vieron Homero, Milton y Borges. La noche astronómica de obsidiana, de vastedad, de vago consuelo para los conmovidos, vagos, enamorados ojos del astrófilo, ese hombre, esa mitología hecha de frágil polvo de estrellas.


Wilson Pérez Uribe.


28 de mayo de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe.








LA HORA INTERIOR

9.  El astrófilo.


II: Astronomía: una pregunta por el ser mismo.


“(…) nuestra materia, nuestra forma y gran parte de nuestro carácter
está determinado por la profunda relación existente entre
la vida y el Cosmos”.
-Carl Sagan, “Las vidas de las estrellas”, Cosmos



La pregunta por el cosmos siempre ha de sugerir algo inquietante, conmovedor y misterioso. Carl Sagan en alguna parte de Cosmos escribió que “un escalofrío recorre nuestro espinazo, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano”, cuando contemplamos con el silencio y la benevolencia de la mirada el firmamento nocturno. ¿Por qué sentimos un desorden en la sangre cuando ansiamos conocer más sobre la mecánica de los cielos?, ¿desde qué instante histórico nos ha interesado medir el universo?, ¿qué es nuestro azul planeta en la eternidad del espacio?, ¿qué somos nosotros, una ilusión equívoca de algún dios o un puñado de polvo de estrellas? Preguntarse es recaer en lo abrumador; preguntarse es prefigurar aquello que consideramos lejano y a la vez cercano: el universo tatuado con el hábito de la materia oscura, el vacío, la luz y la eterna belleza bordada con hilos de misterio.
Quizá sea verídico plantear que las ciencias astronómicas vieron su luz en la Antigua Grecia, caracterizada por el transcurso del mythos al logos: explicación racional a los fenómenos naturales. Tales de Mileto (c. 624-547 a.C) fue quien propuso, a la luminosidad de las especulaciones egipcias y babilónicas, que la tierra tenía la forma de un disco plano bajo la bóveda del cielo, donde el Todo flotaba en un océano infinito. El agua elemental, junto a la tierra, arrastraba en sus corrientes a las estrellas alrededor de la esfera planetaria. En aquella época, Anaximandro (c. 610-547) elaboraría un modelo donde la Tierra se halla flotando en el centro del Universo. La sustancia primaria no es el agua, sino que es el apeiron, “una especie de neblina en la cual, y de forma ocasional, se abren agujeros a modo de ventanas a través de las cuales se puede ver que más allá brillan el fuego y la luz constante” (Frenandez & Montesinos, 2007).
Especulaciones que concibieron al aire como origen, hasta otras unidas en el concepto de esfericidad de la Tierra, argumentada por Pitágoras, no son menos que atisbos de una claridad en constante búsqueda que retiene su mirada en el alto resplandor de Alejandría: Eratóstenes de Cirene cifró en una medida casi exacta la circunferencia terrestre, 39.670 kilómetros. Hiparco de Nicea fue el observador más inquisitivo del cielo, comparando, trazando planos en cuya precisión se resumen las distancias del Sol y la Luna desde la Tierra, el descubrimiento de una nova en la constelación del Escorpión y la clasificación de las estrellas por magnitudes según su brillo. La Tierra, ese azul planeta de movimiento constante, contenido de la extraña conciencia y perplejidad humana, destila su orfebre bullicio de agua rumorosa, de brisa agitada, de hierba aún no sesgada, de árboles de hoja ancha para comprenderse parte de un universo que cede a la desmesurada belleza de lo inabarcable.
La historia de la astronomía no se ha dividido en otras disciplinas, más bien se ha alimentado de otros saberes como la física, la química, la biología, las matemáticas. Quizá de este modo, nombres como los de Johannes Kepler, Galileo Galilei, Isaac Newton, Charles Darwin, Albert Einsten o Edwin Hubble, hacen parte de la fértil morada de estudios e investigaciones científicas sobre el cosmos.
Ahora bien, surge entonces una inquietud, y es la referente a la literatura. ¿Qué relaciones se han trazado entre la astronomía y el cultivo de las letras? La respuesta es fluctuante, sin un asidero común, ya que, felizmente, las referencias son abundantes y prestas a entablar una reflexión rica en posibilidades, una reflexión que poco a poco vaya develando ese carácter del astrófilo como fino contemplador de la noche, que en su soledad, en su armonía con las leyes naturales, ha ido descifrando, a fuerza de un poco tiempo y un poco de sensibilidad, qué hay más allá de ese pequeño punto azul donde se ha de vivir, amar, soñar y morir.
Dante Alighieri quizá sea uno de los ejemplos más visibles, su Divina Comedia abunda en modelos cosmológicos sobre la ordenación de la tierra con respecto al espacio. En el canto undécimo del “Infierno”, se dirige Virgilio a Dante en la salida del ribazo donde han dialogado sobre el castigo verdadero que deben recibir los que con usura han ofendido a Dios: “Mas ahora sígueme, que me place andar, pues los Peces brillan y en el horizonte, y todo el carro se inclina sobre el Coro, y ésta pendiente tiene lejos de aquí su término”. Las posiciones de las constelaciones advierten, en la obra de Dante, la proximidad de la aurora y del poniente: la noche antigua cargada de primigenias formas no se agota en marcar, como una suerte de astrolabio, el finísimo instante en que el planeta cede a los estados de la vigilia y el sueño. Otro claro ejemplo ha sido la obra del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, Cántico Cósmico. En su trabajo poético confluyen desde el big-bang hasta la evolución molecular. De esta manera inicia la Cantiga I: “En el principio no había nada / ni espacio / ni tiempo. / El universo entero concentrado / en el espacio del núcleo de un átomo” (…). Al final de la Cantiga VII dice el poeta: “Y el que no sabemos qué sabemos. / Las lágrimas son H2O y van al mar. / ¿Pero el mar y el amor adónde van? / ¿Es partícula o es onda?
Astronomía y poesía confluyen en la palabra hacia una condensación primitiva de la contemplación del hombre sobre todo lo que le rodea: árboles, hojas, troncos, raíces, savia, moléculas, átomos; estrellas, galaxias, nebulosas, supernovas, púlsares, agujeros negros. Quizá sea verídico afirmar que poetas como Gloria Elena Mattei, Olga Arias, Antonio Mora Vélez o Carlos Framb han dedicado páginas memorables a la alabanza de la estrella de soledad prematura.
Vicente Aleixandre, poeta y nobel español, gran amigo de Pablo Neruda, Miguel Hernández, Luis Cernuda y otros de aquella inolvidable generación del 27, en su poema “Cinemática”, pervive un logrado intento por fusionar dos elementos aparentemente diversos y desiguales: el cuerpo desnudo y la noche cósmica. “Asechanzas rasan filos / por ti. Dibujan tu cuerpo / sobre el fondo azul profundo / de ti misma, ya postrero. // Meteoro de negrura. / Tu bulto. Cometa. Lienzos / de pared limitan cauces / hacia noche solo abiertos”. La poesía como la narrativa ha destilado una rica ilusión que se apropia de conceptos científicos para construir un campo de ficción confundido con la realidad. Tales son los casos de Julio Verne, H.G Wells o Ray Bradbury.
Como se ha dicho, son casi innumerables las referencias sobre poetas, novelistas o cuentistas que han buscado en la astronomía una vaga señal de creatividad y de imaginación. La literatura ha tenido la confianza de establecer diálogos con otros saberes, no solo con la psicología, la antropología o la mitología, también la ciencia ha sido una suerte de surtidor que en cada página acecha con la sombra de un raudo cometa o la turbia energía cósmica de un cuásar. Quizá, como la selección natural de las especies, fruto primitivo de la combustión de moléculas en los hornos estelares, la astronomía se ha adaptado a otros lenguajes, no para responder a los misterios del universo, más bien, si se le quiere ver así, para preguntarse, además por los ciclos y la composición de un cometa errante o el movimiento de las galaxias más lejanas, también por el ser humano, ese fino observador, inquisitivo siempre: porque sin ojos no existiría la noche o el día, sin extremidades, sin cerebro no existiría tanto artefacto, tanta industria espacial; sin la inquietud postrada en el núcleo del corazón no existiría ese alto anhelo por saber de dónde provenimos, qué somos o, finalmente, qué seremos.



En un bello texto hallado en el “Tercer tratado de armonía” del poeta leonés Antonio Colinas, leemos: “El reencuentro con el firmamento nocturno en este silencio y en esta soledad nos lleva siempre a formularnos una pregunta clave, pregunta que nace de nuestra insignificancia humana y, a la vez, de nuestras ansias de infinitud. Se trata de una pregunta que en nuestro tiempo se formuló Unamuno en su poema “Aldebarán”: “¿Qué hay del otro lado del espacio?”. No obstante, dicha pregunta se ha reformulado en una cuestión por el ser mismo, es decir, ¿quién soy yo?, tal como se refiere en los Vedas, o en el famoso Kôan del budismo zen: ¿Quién soy yo, cuál es la naturaleza de mi ser verdadero? Antonio Colinas continua en su reflexión, acaso con una voz temblorosa, acaso imbuido por noches azules tatuadas de rojas hogueras o de un abismo de honda quietud: “Hoy como ayer, y quizá como siempre, este firmamento desnudo y hermoso, que enciende nuestras ansias de eternidad, no responde a estas preguntas decisivas”.




Wilson Pérez Uribe

30 de abril de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe. El astrófilo.








LA HORA INTERIOR

8.  El astrófilo.


I: Los dones primitivos de la noche.

Acaso no sea más elemental el curso del tiempo en una onda sobre un estanque de agua; acaso no sea más perfecta la espiral que ilustra la hoja del eucalipto en su vertiginosa caída hacia la tierra que la primera contemplación del hombre antiguo al cielo estrellado. Todos llevamos, como un tatuaje o una huella imborrable, el resquicio de esas asombradas pupilas, no porque sea la misma estrella la que se observe, sino que siempre habrá una nueva revelación para aquel que destina sus horas nocturnas a la observación del firmamento. ¿Será una herencia, un instinto o una hermosa necesidad? Como la conjugación del espacio tiempo en la pronunciación de una palabra, toda pregunta, interminablemente, llevará a otra, y a otra, y así hasta el infinito. El deleite mezclado con el asombro, el horror entretejido con la belleza, lo inmensurable confundido con lo diminuto y sencillo; el cosmos, siempre objeto de rigurosas investigaciones, de trenzadas leyes y honrosas especulaciones científicas, también arroja su remota y callada música a unos ojos que desnudan en poesía su cuerpo de fúlgida tiniebla.
Los primeros registros astronómicos datan de unos 20.000 años atrás. El hombre prehistórico, asiduo caminante y persistente recolector de alimentos, hizo, tallando en la dureza de la roca, el hueso o la corteza, los primeros grabados sobre el ciclo lunar o los astros más luminosos del cielo estrellado. Los hallazgos en las ruinas de templos de estas observaciones, aunque transidos por la duda de los milenios, no son menos asombrosos: alzar la mirada al firmamento, tomar datos empíricos sobre el día y la noche, refieren Telmo Fernández y Benjamin Montesinos, en su libro El desafío del universo, han sido una auténtica necesidad para la supervivencia. Cultivar ciertas semillas, llevar el cómputo de las estaciones o las migraciones de las grandes manadas, están, ciertamente, vinculados con el movimiento de la bóveda celeste.
En la antigua y fértil Mesopotamia, por cuyas blandas tierras corrían los ríos Tigris y Éufrates, la astronomía pasó de mano en mano entre los sumerios, los asirios y babilonios, hasta alcanzar su máximo esplendor hacia los años 600 y 500 a.C. Las noches, claras y luminosas, permitían la observación de las estrellas cuyo movimiento semejaba una suerte de bloque uniforme: el firmamento se transformó en figuras de hombres y animales; cinco planetas, Shamash (Sol) y Sin (Luna), cifraron de un extraño asombro la oscura piel de la tierra.
Si en los babilonios arden como una llama inagotable los signos del Zodiaco, en Egipto, a orillas del Nilo, ese río del color del poniente, surgían los primeros calendarios bajo el curso del Sol, o el orto heliaco de Sirio que anunciaba el principio del año. El tiempo se hilvanó en mitos y extrañas cosmologías sobre la forma rectangular del universo, o en una temprana matemática para establecer rudimentarias leyes físicas. Egipto, de arenas milenarias, hizo de la noche un Nilo celeste donde navegaban estrellas de fuego con nombres de deidades suspendidas de una cúpula donde se entrecruzaban todas las direcciones cardinales.
La astronomía china deviene de la idea de armonía existente entre la vida humana y el orden cósmico del universo. Un discreto número de leyendas que han llegado a nuestros días, refieren la importancia de los emperadores para la comprensión del cosmos. Un ejemplo de ello es la residencia que habitaba en el Polo Norte celeste, Yuhuang, “el Emperador de Jade”, de quien se creía que descendía el rey que gobernaba el imperio. Se relata, además, que las estrellas que forman el trapecio de la constelación de la Osa Mayor eran el trono del Emperador, mientras que las restantes estrellas que dan forma a la cola, representan el séquito de altos funcionarios. Para los chinos el conocimiento del universo estaba regido por aspectos míticos y filosóficos, pervivía, de alguna manera, una estrecha unión del hombre mortal, que divide la tierra en dos esferas, una de 100.000 kilómetros y la otra de 150.000 kilómetros, con la danza numinosa de los astros.
Las prácticas de la astronomía en las culturas mesoamericanas, justifican el interés de todo ser humano de admirar la noche de los astros y tejer en esas fulgurantes vestiduras una extensión de sí mismo, que le permita desandar sus propios caminos hacia un origen razonablemente poético del Uno en el Todo y del Todo en el Uno, el universo. Acaso sea esta la mayor consigna del ser astrófilo.
De los objetos celestes a quienes los mayas concedieron mayor atención, sin duda fue a Venus. La observación cuidadosa del perlado planeta dio cuenta de sus ciclos: 584 días para que Venus y la Tierra se alineen con respecto al Sol, y, un total de 2.922 días para que Venus, La Tierra y el Sol coincidan en sus posiciones. El Códice de Dresde guarda una detallada descripción de estos ciclos planetarios. Venus, eterno danzante, era llamado Kukulkan en honor al dios de las artes y de la guerra, y Chac, como devoción al dios de la lluvia y la fertilidad.
Toda observación del cielo tiende a la desmesura, pero no por ello a la cordura. Los aztecas consideraban que el mundo era un ciclo cuyo fin siempre tendía a la destrucción. Amparados bajo el Quinto Sol, creían en la perfección, ¿acaso evolutiva?, de los seres humanos, plantas y animales. La tierra, extendida en un total de 13 cielos, era la cámara celeste misma: columbraban allí el centro de la tierra y los cuatro puntos cardinales, el dios Ometéotl y la serpiente emplumada, Quetzalcóatl. Otros hechos cosmológicos fueron heredados de los anteriores cuatro soles, todos ellos bajo el común símbolo de un mundo cambiante poblado de seres extraordinarios.
Finalmente, el cosmos de los incas no deja de ser admirable, no por las concepciones que de él tenían, sino por el hecho de que en el hemisferio sur no existe una estrella referencial, como es el caso de la Estrella Polar en la zona septentrional del planeta. Por tal motivo, los incas determinaron una rigurosa contemplación a la Vía Láctea, o Mayu, el río celeste. Nuestra galaxia espiral contiene algunas zonas oscuras, en estas los incas descifraban constelaciones y puntos de referencia como la brillante α y β del Centauro. El cielo estrellado estuvo relacionado con fenómenos naturales y tareas de siembra y de cosecha, asimismo como una marca divina para la ejecución de rituales. La concepción astronómica de los incas abundaba en la distinción exacta de ciertos objetos, como el caso de las Pléyades o la Cruz del Sur, como un valioso intento de hallar un reflejo que les concediera una identidad cosmogónica de sus hábitos y familias.

Dado nos es erigir un monumento con polvo de estrellas, y en esas partículas hallar toda una diversa concepción astronómica del hombre para con la parcela de tierra que le correspondió habitar.


Wilson Pérez Uribe

15 de abril de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe:La clepsidra y la sombra: a propósito del “Fedón o el vértigo” de Marguerite Yourcenar.









LA HORA INTERIOR

7.  La clepsidra y la sombra: a propósito del “Fedón o el vértigo” de Marguerite Yourcenar.



El Fedón o sobre el alma es un diálogo platónico cuyo ambiente refiere los últimos momentos de vida de Sócrates. En él, Platón desencadena una discusión sobre la inmortalidad del alma basada en la teoría de las ideas y en la teoría de la reminiscencia. Siglos después, la escritora belga y afrancesada Marguerite Yourcenar, elaborará un reinterpretación de dicho diálogo gracias a una breve indicación que hace Diógenes Laercio sobre la extraña adolescencia de Fedón, que se superpone entre la Atenas moderna y la Atenas de la dorada juventud de la época de Alcibiades. Fedón o el vértigo de la escritora de Memorias de Adriano o Como el agua que fluye, es un texto de una alta filigrana verbal sobre el cual el tiempo se hilvana en la vida de Fedón para descender en un encuentro fortuito con la sabiduría y la perplejidad ante el instante presente. El tiempo que se ha hilado en Fedón, el tiempo del Todo en el Uno y del Uno en el Todo, viene a aclarar la fisionomía de una joven vida en el rostro de Sócrates, un esclavo más condenado a visitar los jardines de la muerte.
Jorge Luis Borges, citando a Arthur Schopenhauer en su “Nueva refutación del tiempo”, ha escrito que “el tiempo es como un círculo que girará infinitamente: el arco que desciende es el pasado, el que asciende es el porvenir; arriba, hay un punto indivisible que toca la tangente y es el ahora”. El dictamen puede contrastar con otra aseveración de Borges, cuando observa que el presente siempre tendrá una partícula de pasado y una partícula de infinito. En el texto de Yourcenar, Fedón transcurre en una suerte de instantes que siempre han de ser un presente eterno que sucede en la dimensión de lo que Es. Esa secuencia, que es el tiempo mismo, reconstruye las formas disímiles del pasado y la vaga cartografía del porvenir. El tiempo existe pero no le cuesta nada a los filósofos, “(…) nos endulza como a las frutas y nos reseca como a las hierbas”. El tiempo, dice Fedón, no existe para los amantes, su vívida locura los arrebata hacia lo absoluto, pero los sangrientos relojes del transcurrir temporal los acerca a la vejez y a la muerte. El tiempo sucede, como al arte, porque sí; entre su sombra, desatada en el momento del nacimiento, Fedón tiene consciencia del dolor y por ende del conocimiento de la muerte que toma las facciones del rostro radiante de una mujer. El discípulo de Sócrates, invadido en un primer momento por la compartida amistad y la negada intención de descifrar el futuro en los astros y concebirlo sí como una inagotable fuente de dicha, se asemeja a los duros objetos de las estatuas que, como dirá Yourcenar en su texto “El tiempo, gran escultor”, “(…) moldeados a imitación de las formas de la vida orgánica, han padecido a su manera lo equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia”.
Comprado por un mercader de hombres luego del asalto a la ciudad de Olimpia, y con la imposibilidad de suicidarse, Fedón debe trabajar como bailarín en la ciudad de Corinto; esa labor de esclavo donde perdería la noción de joven príncipe. El tiempo ata sus nudos, entrelaza sus caminos; el tiempo, el ahora, se devana en la eternidad con todas sus leyes. Borges observa que algunos textos budistas, a parte del Camino de la pureza, rezan que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una mera ilusión, vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solitarios. Esta curiosa aseveración constituye la forma en cómo Fedón pasa a ser un objeto comprado por un desconocido para el fatuo agrado de un viejo sabio de los barrios de Atenas.
Ahora bien, el tiempo de Fedón se conjuga en el encuentro con la sabiduría. ¿Se puede acaso entender el tiempo como un todo explicable  al final de ciertos acontecimientos que no niegan la voluptuosidad o el horror de lo sucesivo? François Jullien ha observado, entre otras cosas, que “(…) el nacimiento y la muerte se definen por una extensión temporal”, ante lo cual se puede advertir que esta prosa poética que retrata en su misma esencia el tiempo como río escultor de la vida, representa un instante unificador que escapa del tiempo mismo, puesto ha encontrado la razón de su partida y la justificación de su llegada. Fedón en compañía de Sócrates: el tiempo anudado frente a cualquier prisa del destino; el tiempo de un instante donde el amor escribe la razón de una vida que descarga sus últimas gotas de agua en el interior de la clepsidra.
Sócrates es la imagen del culmen, sus últimas horas recuerdan a Fedón que, flagelado por la pobreza, la vejez, la fealdad propia y la belleza de otros, “(…) había comprendido que el destino no es más que un molde de hueco donde derramamos nuestra alma, y que la vida y la muerte nos aceptan como escultores”. La sabiduría múltiple de Sócrates extraía de los tiernos cuerpos humanos una efigie divina y ayudaba a las almas a partir; su propia libertad eran sus criaturas abiertas a las verdades desnudas; su tiempo último era la cicuta cultivada y la copa ya preparada para el fatal oficio. Platón en su diálogo pondrá en los labios de Sócrates esta aserción, justa y dulcemente humana: “Los dioses tienen la necesidad de los hombres y éstos pertenecen a los dioses”. Ya ingerida la cruel bebida entre los llantos lastimeros de los discípulos y los trazos garabateados de las últimas palabras del maestro, ya desvanecido el espíritu entre las músicas del dolor, la piedad y la virtud, ya consumado el tiempo propio de Fedón: su juventud, su época de esclavo, su mañana junto a las piernas del hombre que deshizo en verdad otras verdades de menor cuantía.
Marguerite Yourcenar ha representado a un Fedón que, a fuerza de tiempo, no es el bailarín o aquel que ignoraba el destino remarcado en los astros, ni aquel que aprendió a respirar en el instante presente para entender la durabilidad de lo vivido en la imposibilidad secreta y no menos verosímil del morir. Fedón es la ardiente llama ya conjugada en la temporalidad de las cosas, que arde junto al lecho donde Sócrates muere con los ojos abiertos.

Wilson Pérez Uribe

30 de marzo de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe: En la escritura las palabras; en las palabras el silencio








LA HORA INTERIOR

6.  En la escritura las palabras; en las palabras el silencio



 “Palabras, frases, sílabas, astros que giran alrededor
de un centro fijo. Dos cuerpos, muchos seres que se
encuentran en una palabra. El papel se cubre de letras
indelebles, que nadie dijo, que nadie dictó, que han 
caído allí y arden y queman y se apagan. Así pues, 
existe la poesía, el amor existe. Y si yo no existo, 
existes tú”.
Octavio Paz <Hacia el poema>


Deshilvanar el tiempo en fracciones de instantes: los caminos recorridos, los ponientes tatuados en la memoria, las noches ávidamente contempladas, los rostros humanos que nos miraron y, debidamente, nos olvidaron; la primer palabra pronunciada, el primer trazo que rasgó la túnica de los dioses puesta sobre nuestra inocencia. Acaso la vida no es más que el transcurso inevitable de ciertos nombres, de ciertos lugares; acaso no es más que una serie de actos ejercidos en respuesta al dócil misterio que incesante fluye en las venas de este planeta.
No menos falsa resulta ser la creencia de que las palabras hacen eterno y luminoso un solo instante: la lluvia musical sobre el tejado, la sombra proyectada por una corteza de árbol muerto en el Sahara, el prolongado tañido de una campana en la sagrada belleza de un templo budista. Las palabras son entidad, identidad; arraigadas en la memoria de los hombres por fuerza de la tradición, iluminan lo retraído en las sombras; en su permanencia el ser descifra lo suave, lo áspero, lo dulce, lo amargo. Las palabras son el alma del tiempo, son esa frágil materia donde la escritura respira entre una bocanada de aire, de humano silencio.
Escribir es una tarea dispersa, de retazos, no existe, en un primer momento, un centro fijo, inmutable. Las palabras, en su andamiaje, rigen la escritura; el hombre crea bajo una suerte de sombra verbal. El punto de llegada es la vida misma, ya que en ella convergen el pensamiento íntimo que se tiene sobre el mundo y la mítica voz de la naturaleza, fuente primordial de toda experiencia. En el trozo de papel palpitan las sílabas y el corazón humano, el orden se teje en un ritmo consciente en favor del lenguaje. Quien escribe, quien delinea sobre la piel del presente símbolos que se corresponden, ha consagrado a las palabras el don de ser cuerpo vivo, sensible.
Mientras se escribe se mora en la soledad, existe en ella la dualidad entre una vana conquista y una dolorosa pérdida: vuelan, se detienen, resuenen, callan ciertas palabras; se camina, se retrocede; arden infiernos, florecen paraísos; se trazan imágenes, ideas, voces; lo inesperado despierta, lo común se aniquila; se erigen templos, luego la libertad es aceptar las ruinas. Mientras se escribe se vive y se muere.
A la larga todo se convierte en uno, la escritura halla su armonía, su propio oleaje, entrelaza sus constelaciones, gira milimétricamente en torno a su hallada espiral; toda escritura es una subversión contra el tiempo para estar en el tiempo. Escribir la palabra Piedra, la palabra Agua, la palabra Corriente, la palabra Mirada; escribir la palabra Música, la palabra Atardecer, la palabra Niebla, la palabra Palabra para fundar con lo que se piensa, con lo que se siente, con lo que se vive, un río que ha de fluir, interminable, entre la página y el tacto del otro; ese que nos pertenece sin pertenecernos de algún modo. Escribir para salvar de lo efímero los instantes, para dialogar con lo indecible, con lo callado. Escribir es escuchar las palabras en el fondo del silencio.



Wilson Pérez Uribe

14 de marzo de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe: John Keats: la humana poesía






LA HORA INTERIOR

5.  John Keats: la humana poesía



A THING of beauty is a joy forever: 
Its loveliness increases; it will never 
Pass into nothingness; but still will keep 
A bower quiet for us, and a sleep 
Full of sweet dreams, and health, and quiet breathing. 
- John Keats, Endymion. Book I.


Escribo estas líneas mientras observo un retrato de John Keats: la luz del poniente se filtra entre los brezos hasta llegar dispersa, y no menos uniforme, a la habitación del poeta. Reclinada su mano derecha sobre el libro de poemas y la otra sosteniendo la inmensidad del pensamiento, como si el tiempo fuera la luz y el mundo unas cuantas páginas. Al fondo yace la biblioteca compartida, casi virgen, y en la pared un retrato que en su ilegibilidad torna a ser Shakespeare envuelto en una bruma de amores y de olvidos. Quien lee, quien permanece felizmente perdido en las palabras, presto a la belleza con sus misterios, presto al incesante fluir de las horas con todas sus leyes, habrá justificado una diminuta porción de lo que es su vida. Alguna vez Keats escribió: “soy de la idea de que un hombre podría pasar una vida muy placentera de este modo –déjale que cualquier día lea una cierta página de plena poesía o prosa destilada y déjale que pasee con ella (…) y se haga con ella, y profetice sobre ella, y sueñe con ella”.
John Keats como poeta no fue un genio, únicamente, de manera indudable, confió y fue fiel a sí mismo. Su poesía no alberga compromisos, es un continuo callar sin sanciones ni prejuicios reaccionarios, su materia poética es delicadamente personal y por eso mismo envuelta en el fluir del yo ante las cosas terrenas. Julio Cortázar confiesa que “lo desagradable de John Keats está en que es un encantador”, y frente a ello hay que añadir que fue profundamente individual, “pues me parece –expresa- que casi cualquier hombre podría como la araña tejer sus propios interiores, su propia ciudadela aérea (…)” y, en una carta dirigida a uno de sus amigos editores, dice: “nunca escribí una sola línea de poesía con la menor sombra de lo que el público pudiera pensar”.
La poesía es un arte que trasciende, su forma y significación particular, vestidas de lenguaje y experiencia, anudan los límites hasta revertirlos en la sonoridad de una palabra que ha contraído en su anatomía, tanto el dolor como el placer, tanto el ancho universo como la fugacidad de un instante. Dice Keats: “creo que la poesía debería sorprender al lector como una formulación verbal de sus propios pensamientos más elevados, y parecer casi como un recuerdo”. 
El creador de Hiperión, el poeta de las mañanas soleadas, del ruiseñor nocturno; el cantor de La Belle Dame Sans Merci, el nadador en las turbulentas aguas del amor; aquel que sintió, en sus últimas horas de vida, crecer sobre él las flores, y que sintiendo el peso del aire en su respirar, pidió grabar sobre su tumba el silencioso epitafio que reza: Aquí descansa aquel cuyo nombre quedó escrito en las aguas. John Keats, cuya razón poética deambula entre las sensaciones más que en el pensamiento, cuyos ojos ávidos de John Milton o Edmund Spenser y que se deleitaron con el mito heroico de los griegos, cuya mano arrebató de los sueños versos como “el enorme saber me transforma en un Dios”, “la poesía de la tierra no cesa nunca” o “el tacto tiene memoria”, comprendió que la poesía está latente en el ser humano, sin adornos pretenciosos sino naturalmente, como la nube de oro al ocaso o el beso a los amantes, y es en él, en su primigenia unidad, donde ella debe “resolver su propia salvación”.
Mientras releo algunos poemas, como Oda al otoño y Oda a una urna griega, pienso en el Keats recostado en su cama, escuchando los sonidos nocturnos que preceden al alba, repitiendo en su memoria el éxtasis de la brisa entre el jardín y la retama en días estivales, y de golpe advierto que su palabra es el eco imperturbable, la dicha inmerecida por los hombres y el frágil latido de la hermosa simplicidad que nos otorga la naturaleza.

Wilson Pérez Uribe

15 de febrero de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe: El día en que John Keats murió






LA HORA INTERIOR

4. El día en que John Keats murió


Si la poesía no surge con la misma naturalidad que las hojas del árbol, es mejor que no nazca de ningún otro modo. Esto escribió John Keats, poeta inglés, en una de esas mañanas de verano de Hampstead, Londres, en las que la poesía se imbuía como una medicina para curar los apuros del corazón, de esa víscera noble, en palabras de María Zambrano, que lleva un espacio secreto y misterioso que en ocasiones se abre. Keats, lector ferviente de Milton y de Shakespeare, y que pidió diez años de creación, no es más que la tenue humareda de una llama que ardió, infatigable, en la locura de eso que nombramos como romanticismo. En un viaje hecho a la cascada de Ambleside, noroeste de Inglaterra, pudo escribir estas líneas cuyo significado revela a un hombre entregado por completo a los siempre tensos placeres de la escritura: “Aprenderé poesía aquí y desde ahora escribiré más que nunca, impulsado tan solo por el cometido abstracto de añadir una pizquita más a esa masa de belleza que los espíritus selectos cosechan de estos magníficos materiales al dotarlos de una existencia etérea para recreo de nuestros semejantes”.
Afectado por la tisis, esa enfermedad de poetas, esa abrupta afección pulmonar, Keats dio reposo a su joven cuerpo en una vieja edificación que da a la Piazza di Spagna en Roma. Aire cálido, vestigios de oleaje marino que únicamente solidifican el respirar y preparan una recaída un tanto más humana, fueron testigos de la última noche del poeta, la noche del 23 de febrero de 1821 cuya hondura y pesadez resumieron una vida entregada a la creación de una poesía de las más auténticas, valiosas y memorables del siglo XIX.
Joseph Severn, pintor y fiel amigo de Keats hasta los últimos instantes, dejó escrita una nota donde se conservan algunas palabras que precedieron a la muerte del poeta. “Severn, yo… incorpórame… me estoy muriendo… moriré tranquilamente… No te asustes… sé fuerte… y gracias a Dios que esto se acaba”. Su espíritu, cargado aún de sensaciones, ingresa ahora a un estado de calma y de gran paz.
Todo es un reflejo, todo hombre busca la fuente inmóvil de su alma en el frío esqueleto de los días. Keats, que murió a los 26 años, enamorado y creyéndose un fracasado, auscultó  una poesía que se inclinaba más al mito de la sensación que a la dominación del pensamiento, vio verdadera belleza en las más humilde manifestación de tristeza, escuchó, como nadie lo ha hecho, el canto del ruiseñor para elevarse en “las alas invisibles de la poesía” y luego aceptar que todo signo de velada verdad es una fina melodía que nos inclina al dulce morir. Vivió entre los dones de la voluntad, la sombra de la incertidumbre y la intensidad de la melancolía
Si en su Endymion escribió: “… ¡Me aferré / a la nada, amé a una nada, nada vi ni sentí / más que un gran ensueño¡”, en un poema escrito para su amada, Fanny Browne, expresa: “… no te quedes ni con un átomo de átomos o muero, / o sigo viviendo, quizás, como tu mísero esclavo”. La vida es un misterio, un arrebato que nos prodigamos, una oscuridad que nos atrevemos a iluminar un poco; no por ello se deja de amar o de sentir el mundo, no por ello se deslinda ese humano deseo de contemplar una tarde de rojos arreboles o de hundir el sueño en los brazos de la noche.
John Keats, cuya obra se ha inmortalizado en las odas al ruiseñor, a una urna griega, al otoño, a Psique y a la melancolía, tras su muerte acabó la escena que fue su corta vida, la vida del poeta entregada a la poesía misma en su estado más puro, más sonoro y más terrible.
Y ya solo queda la muerte que, en la mayoría de los caos, es la más humilde y sencilla de todas las experiencias humanas. Tras ella se desvanecen las columnas erigidas por la palabra, la otrora melodía del agua, los pasos entre el musgo y las piedras, la sombra de los brezos, los labios fugitivos de Fanny Browne.



Wilson Pérez Uribe.

31 de enero de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe: Lo que dice la música







LA HORA INTERIOR.

3. Lo que dice la música: Frédéric Chopin.
Preludio en Mi-Menor (op.28 no.4)

Chopin, durante el frío invierno de 1838-39, en la localidad mallorquina de Valldemosa, se ha sentado frente al piano, sus manos silenciosas, frágiles, se deslizan en la piel del petrificado instrumento que cobra vida cuando se hunde el tacto en su herida sonora. Los verdes jardines se aquietan, duermen cuando la primera nota se transmuta en eco, en pulsación, en olvido. Un agua vertiginosa se entreteje en el segundo compás, los ojos del hombre cansado, agotado y enfermo se cierran, se abren al ritmo de las notas que han surgido, de manera casi secreta, de unos dedos purificados por el orden ininterrumpido del tiempo.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer dijo que la música es, entre otras cosas, el verdadero lenguaje universal, y que obra de una manera tan poderosa sobre lo más íntimo del ser humano, que su claridad supera incluso a la misma intuición. Música: armonía en y para el mundo, palabra flotante en el aire de los sueños, río fugitivo, vivir y morir en la incandescencia de un instante, aventura a lo desconocido, constancia, dispersión de sonidos, amalgama de lo eterno, perplejidad en el oído humano, esfuerzo, alimento de los amantes y de los no amados, fluidez, onda vibrante, armónica metáfora del tiempo.
La composición de Chopin, recordemos los Preludios escritos para el Opus.28 o los Nocturnos, flota entre lo melancólico y lo vívido, entre lo común y lo indecible. Su música es hoy el claustro de los afligidos; él fue un triste hombre cuyo cuerpo se consumió a la par del trabajo. Nada más sabemos, salvo que en sus manos estaba la geografía del mundo tatuada en la compleja sensación del estar vivo.
En la novela epistolar de Marguerite Yourcenar, Alexis o el tratado del inútil combate, reluce el siguiente fragmento: “La música me ponía en un estado de entumecimiento muy agradable, un poco singular. Parecía como si todo se inmovilizara, salvo el latir de las arterias; como si la vida hubiera huido de mi cuerpo y fuera bueno estar tan cansado. Era un placer, era casi un sufrimiento”. La unidad de las cosas del mundo se enmudece en la música para retornar a un estado natural, casi virgen. El sentir de Alexis es equiparable a alguien que ha hallado en la música el ensanchamiento, la serenidad y la profundidad del silencio. El dolor o el placer son estados que un acorde puede modelar y transformar en materia para la voluntad humana, es por ello que una situación particular de nuestra vida puede reducirse a la hondura de una melodía.
Cae la lluvia en la cartuja de Valldemosa, gotas de agua resbalan en los ventanales y sobre el tejado. Entre la sonoridad del agua retumban unas notas que se hunden en un silencio vivo, en un silencio lleno de brevedad y de plenitud. La partitura reposa en la madera del piano alquilado y Chopin ha concluido el Preludio en Mi-Menor. La música ha callado, su sollozo interminable aún se escucha en las gotas de lluvia.

Wilson Pérez Uribe.

16 de enero de 2015

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe: La Biblioteca de Alejandría y el rumor del papiro







LA HORA INTERIOR.

2. La Biblioteca de Alejandría y el rumor del papiro.

- A María García Esperón


Fundada a comienzos del siglo III a. C por Ptolomeo I, la Biblioteca de Alejandría fue una obra monumental donde comenzó, en su mayor esplendor, la aventura espacial cargada del proceloso mar de la observación y de la imaginación. Adecuada como un centro para el estudio y la investigación, tanto para personas locales como foráneas, la biblioteca poseía jardines, salas de reuniones y un laboratorio. Alejandría fue un amplio y renovado conjunto de diversidad donde la ciencia y el saber se mezclaban con la cultura y con el próspero destino de las lenguas.

El genio de unos pocos, acaso privilegiados, proyectó un hondo latir en el corazón de Alejandría. Sabemos que Euclides se dedicó al estudio de la geometría; lenguaje de la línea y del número que permanece en nuestras vidas modernas de manera infatigable. Hiparco de Nícea observó con gran interés las estrellas y las constelaciones, llegando a contar en un solo mapa cerca de mil estrellas. El cielo estrellado no era una velada ficción, era la escritura de la siembra y la música de los ciclos. El anatomista Herófilo abrió una escuela de medicina donde por vez primera se realizaron disecciones humanas; el cuerpo se erguía sobre las piedras, en la dispersa hora matinal, para contemplar su carne y sus huesos. Eratóstenes, director de la biblioteca en el año 255 a.C, se desempeñó como poeta y científico, y fue el primero en calcular la circunferencia de la tierra; una roca, un madero mal tallado y la sombra, fueron piadosos dones de la medida del planeta.

La historia nos dice que la sabiduría de la civilización egipcia alcanzó el cénit de su grandeza por el hecho de que se “requisaban” los textos de los autores, y sobre todo de extranjeros, y que estos eran copiados y luego devueltos. Se llegó a la abrumadora suma de un millón de pergaminos. La biblioteca alcanzó a ser el fondo común donde residía la mayoría de los libros del mundo antiguo.

Los primeros modelos del libro fueron el hueso y la piedra. La escritura cuneiforme, originaria del cercano oriente, supo tallarse en el duro mineral. El papiro fue en Alejandría el material preciso para grabar datos escritos, ya que se podía guardar en rollos o volúmenes. En la Biblioteca de Alejandría encontramos los primeros vestigios de orden y de clasificación; no obstante, entrevemos también la justa idea de que abrir un libro es recordar el rumoroso papiro enamorado del agua quieta y de las estudiadas estrellas, es habitar de nuevo las estancias de una ciudad que configuró el mundo antiguo hasta convertirlo en un arquetipo de belleza y de perfección.

Carl Sagan alguna vez escribió que “los libros rompen las cadenas del tiempo, un libro es la prueba de que los humanos son capaces de hacer magia”. Acudimos a los libros con extrañez, como si nos acercáramos a algo tan antiguo como nuestra memoria misma. Al tocarlos percibimos que el oriente no está tan lejano, sentimos interiormente que el libro hecho de seda por antiguos astrónomos chinos fluye en nuestras manos con delicada armonía.

La Biblioteca de Alejandría fue el inacabado espíritu donde el libro acudió, y acude, a reducir esas fronteras casi impenetrables entre Oriente y Occidente. Ahora leer las tragedias de Esquilo o Sófocles, la Colección de la Miríada de Hojas o las Upanishads, es parte de nuestro agradecido festín con la página, recuerdo imborrable del pasado donde la arena se confundía con el espumoso Nilo.

Wilson Pérez Uribe.

31 de diciembre de 2014

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe: El secreto refugio de los libros





LA HORA INTERIOR.

1. El secreto refugio de los libros.

- A María Virginia Mendoza

Quien lee un libro está adentrándose en la historia universal del planeta. Descubrir, entrever en esa no menos azarosa ley de símbolos tatuados en cuidadosa tipografía sobre la disecada piel de un árbol, es retroceder en las mareas del pasado o, en su defecto, dar pasos imaginarios hacia el porvenir: misterioso, ilusorio. Absorto en la lectura de La Ilíada, Alejandro Magno vislumbró en sus años de infancia, bajo la instrucción de Aristóteles, las arenas persas y los Jardines Colgantes de Babilonia que el futuro le depararía en roja conquista. 

Ciertamente el acto de leer requiere trabajo, un necesario trabajo que no se percibe cuando el deleite y la felicidad sobrepasan al esfuerzo. Ya lo dijo con alta lucidez Jorge Luis Borges: “un libro no debe requerir esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo”. En ese abandono sobre un libro abierto, en esa suerte de introspección hecha en íntima comunión con aquel objeto, percibimos el siempre fulgurante placer de viajar en la desnudez de las palabras. 

Zarpamos en las ondulantes aguas de un libro para situar sobre él nuestro destino de marineros lectores, prestos al asombro, prestos al consuelo de aceptar eso que nos constituye como humanos: el conocer. 

Música silenciosa, instante no prefijado y eterno, inspiración y espiración; el libro reposa en las manos, comparte el silencio y el bullicio, que son escrituras vívidas en el lector; anuda los sentidos en su clara sombra, las letras; nos convoca al aprender, al descubrir, al agradecer en favor de la memoria y del tiempo. Los libros nos ofrecen un refugio luminoso cuya necesidad de habitarlo se hace apremiante en esta época de penuria y no justificada prisa.


Wilson Pérez Uribe.