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Constelaciones, de Wilson Pérez Uribe


La dorada soledad en su devenir
nos dio la eternidad y las estrellas dispersas.
Hoy somos arteria egipcia,
somos vagamente castos griegos
que también en la diáspora nocturna
nombraron, con esplendor y rigor mitológico,
el tierno tejido de estrellas en constelaciones.
Toda una humanidad aprendió el nombre nocturno.

Hallamos nuestros temores, graves y recelosos, embarcamos en veleros con astrolabios
sobre la marea de carbono y refinado polvo.
Nos deleitó el pálido Draco y la infinita Ursia Minor, de Serpens a Aquila el rumor de cúmulos,
y Andrómeda, rescatada por Perseo, cegó nuestros ojos. Allí, entre el frío Triangulo de Invierno,
nosotros abrevamos en vasijas de agua celeste.

Un profuso laberinto de mortal luz
tornó nuestro latido en prolongadas huidas.
Ya el sigilo de la media noche, siempre extraño,
Sirius y Betelgeuse, acumulación de mil soles,
nos dio el infortunio de perdernos
en aquel follaje esculpido por un arte misterioso.

Constelaciones: sólo existen al contemplarlas;
un hombre habrá hoy de nombrarlas
al finalizar este episodio.



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