He mirado en el fondo del caleidoscopio. Allí el juego incesante del cristal con la música de la luz. He descubierto que el color es una forma del espejo y que el cambio de una tonalidad a otra es la sucesión perfecta de una melodía secretamente ideada. Perplejo, atraído por un extraño placer, vi la declinación de los ocasos que fueron y los que serán, vi el contorno de un labio que me fue negado en un tiempo de difícil memoria, vi el curso migratorio de la mariposa monarca, vi el ámbar manchado del leopardo en la túnica de los monjes de Bután, vi el estrépito del colibrí al posarse de flor en flor, vi la danza diurna del girasol y el silencioso movimiento de la enredadera. Vi los mares árticos atiborrados de morsas, vi el habitáculo del cangrejo y la espuma surcando la playa, vi las flores del cerezo, la respiración contenida del que apetece morir, el sorbo último de aire del que se aferra con violencia a la vida. Vi en ese cristal de formas vivientes que giraban de acuerdo a una ley que desconozco, la mano deslizándose sobre el piano, las palabras hirientes, las sanadoras, las turbantes, las felices, las tristes, las palabras mil veces necesarias. Vi las canoas flotando a la deriva con orquídeas en los remos, vi el dialecto de los pájaros junto a la charca de barro húmedo, vi la comunión del león sediento con la alta jirafa. Vi las hojas del otoño junto a las tumbas de Hiroshima, vi las pieles curtidas, ajadas, maltrechas en Auscwitz, vi el terrible silencio en la región tibetana. Vi la rosa que sólo quiere ser rosa, el sauce que sólo busca mecerse ante la brisa, la lluvia persistente en la memoria de los tejados. Vi las pirámides, los sepulcros egipcios, los monumentos a los dioses que fueron hombres, vi el viento entre los pliegues de la Victoria alada de Samotracia, vi el sepulcro de Miguel Ángel y el suave mármol de la Pietà. Vi el tiempo irreversible que se lleva las cosas queridas, vi el desgraciado anhelo de perdurar en los días sucesivos que nos consumen y nos hieren y nos olvidan. Vi el orden y el desorden, los eclipses y los planetas, vi la sedosa nube, el fulgir de la estrella, el ondular de una luna sobre la humedad del estanque. Vi la alondra de Julieta y el ruiseñor de Keats, vi la cruz de Nietzsche y el anillo del César, vi la última palabra que pronunció Shakespeare. Vi la muerte, qué inquietud, qué desvelo. Vi la docilidad de la memoria, el ritmo y la espera, vi a un pájaro presenciando el incendio de las nubes, vi las piadosas columnas, las cuerdas del violín, la ansiada Roma. Vi las olas borrando mis pasos en el lienzo dorado de la arena.
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Da pacem domine -Arvo Pärt-, de Wilson Pérez Uribe
He mirado en el fondo del caleidoscopio. Allí el juego incesante del cristal con la música de la luz. He descubierto que el color es una forma del espejo y que el cambio de una tonalidad a otra es la sucesión perfecta de una melodía secretamente ideada. Perplejo, atraído por un extraño placer, vi la declinación de los ocasos que fueron y los que serán, vi el contorno de un labio que me fue negado en un tiempo de difícil memoria, vi el curso migratorio de la mariposa monarca, vi el ámbar manchado del leopardo en la túnica de los monjes de Bután, vi el estrépito del colibrí al posarse de flor en flor, vi la danza diurna del girasol y el silencioso movimiento de la enredadera. Vi los mares árticos atiborrados de morsas, vi el habitáculo del cangrejo y la espuma surcando la playa, vi las flores del cerezo, la respiración contenida del que apetece morir, el sorbo último de aire del que se aferra con violencia a la vida. Vi en ese cristal de formas vivientes que giraban de acuerdo a una ley que desconozco, la mano deslizándose sobre el piano, las palabras hirientes, las sanadoras, las turbantes, las felices, las tristes, las palabras mil veces necesarias. Vi las canoas flotando a la deriva con orquídeas en los remos, vi el dialecto de los pájaros junto a la charca de barro húmedo, vi la comunión del león sediento con la alta jirafa. Vi las hojas del otoño junto a las tumbas de Hiroshima, vi las pieles curtidas, ajadas, maltrechas en Auscwitz, vi el terrible silencio en la región tibetana. Vi la rosa que sólo quiere ser rosa, el sauce que sólo busca mecerse ante la brisa, la lluvia persistente en la memoria de los tejados. Vi las pirámides, los sepulcros egipcios, los monumentos a los dioses que fueron hombres, vi el viento entre los pliegues de la Victoria alada de Samotracia, vi el sepulcro de Miguel Ángel y el suave mármol de la Pietà. Vi el tiempo irreversible que se lleva las cosas queridas, vi el desgraciado anhelo de perdurar en los días sucesivos que nos consumen y nos hieren y nos olvidan. Vi el orden y el desorden, los eclipses y los planetas, vi la sedosa nube, el fulgir de la estrella, el ondular de una luna sobre la humedad del estanque. Vi la alondra de Julieta y el ruiseñor de Keats, vi la cruz de Nietzsche y el anillo del César, vi la última palabra que pronunció Shakespeare. Vi la muerte, qué inquietud, qué desvelo. Vi la docilidad de la memoria, el ritmo y la espera, vi a un pájaro presenciando el incendio de las nubes, vi las piadosas columnas, las cuerdas del violín, la ansiada Roma. Vi las olas borrando mis pasos en el lienzo dorado de la arena.
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