Entradas populares

Con la tecnología de Blogger.

La hora interior, de Wilson Pérez Uribe: John Keats: la humana poesía






LA HORA INTERIOR

5.  John Keats: la humana poesía



A THING of beauty is a joy forever: 
Its loveliness increases; it will never 
Pass into nothingness; but still will keep 
A bower quiet for us, and a sleep 
Full of sweet dreams, and health, and quiet breathing. 
- John Keats, Endymion. Book I.


Escribo estas líneas mientras observo un retrato de John Keats: la luz del poniente se filtra entre los brezos hasta llegar dispersa, y no menos uniforme, a la habitación del poeta. Reclinada su mano derecha sobre el libro de poemas y la otra sosteniendo la inmensidad del pensamiento, como si el tiempo fuera la luz y el mundo unas cuantas páginas. Al fondo yace la biblioteca compartida, casi virgen, y en la pared un retrato que en su ilegibilidad torna a ser Shakespeare envuelto en una bruma de amores y de olvidos. Quien lee, quien permanece felizmente perdido en las palabras, presto a la belleza con sus misterios, presto al incesante fluir de las horas con todas sus leyes, habrá justificado una diminuta porción de lo que es su vida. Alguna vez Keats escribió: “soy de la idea de que un hombre podría pasar una vida muy placentera de este modo –déjale que cualquier día lea una cierta página de plena poesía o prosa destilada y déjale que pasee con ella (…) y se haga con ella, y profetice sobre ella, y sueñe con ella”.
John Keats como poeta no fue un genio, únicamente, de manera indudable, confió y fue fiel a sí mismo. Su poesía no alberga compromisos, es un continuo callar sin sanciones ni prejuicios reaccionarios, su materia poética es delicadamente personal y por eso mismo envuelta en el fluir del yo ante las cosas terrenas. Julio Cortázar confiesa que “lo desagradable de John Keats está en que es un encantador”, y frente a ello hay que añadir que fue profundamente individual, “pues me parece –expresa- que casi cualquier hombre podría como la araña tejer sus propios interiores, su propia ciudadela aérea (…)” y, en una carta dirigida a uno de sus amigos editores, dice: “nunca escribí una sola línea de poesía con la menor sombra de lo que el público pudiera pensar”.
La poesía es un arte que trasciende, su forma y significación particular, vestidas de lenguaje y experiencia, anudan los límites hasta revertirlos en la sonoridad de una palabra que ha contraído en su anatomía, tanto el dolor como el placer, tanto el ancho universo como la fugacidad de un instante. Dice Keats: “creo que la poesía debería sorprender al lector como una formulación verbal de sus propios pensamientos más elevados, y parecer casi como un recuerdo”. 
El creador de Hiperión, el poeta de las mañanas soleadas, del ruiseñor nocturno; el cantor de La Belle Dame Sans Merci, el nadador en las turbulentas aguas del amor; aquel que sintió, en sus últimas horas de vida, crecer sobre él las flores, y que sintiendo el peso del aire en su respirar, pidió grabar sobre su tumba el silencioso epitafio que reza: Aquí descansa aquel cuyo nombre quedó escrito en las aguas. John Keats, cuya razón poética deambula entre las sensaciones más que en el pensamiento, cuyos ojos ávidos de John Milton o Edmund Spenser y que se deleitaron con el mito heroico de los griegos, cuya mano arrebató de los sueños versos como “el enorme saber me transforma en un Dios”, “la poesía de la tierra no cesa nunca” o “el tacto tiene memoria”, comprendió que la poesía está latente en el ser humano, sin adornos pretenciosos sino naturalmente, como la nube de oro al ocaso o el beso a los amantes, y es en él, en su primigenia unidad, donde ella debe “resolver su propia salvación”.
Mientras releo algunos poemas, como Oda al otoño y Oda a una urna griega, pienso en el Keats recostado en su cama, escuchando los sonidos nocturnos que preceden al alba, repitiendo en su memoria el éxtasis de la brisa entre el jardín y la retama en días estivales, y de golpe advierto que su palabra es el eco imperturbable, la dicha inmerecida por los hombres y el frágil latido de la hermosa simplicidad que nos otorga la naturaleza.

Wilson Pérez Uribe

< >