Un poema de Salmos oscuros, de Frank Castell |
Frank Castell, poeta cubano, tiene circunstancia, azul y hondura para padecer el mundo en la palabra.
Siente como pocos la patria y su tristeza, el mar inexorable y el dolor de saberse tan humano como breve. Profeta, Frank es la voz que clama en el desierto azul del fantasma que envuelve a Puerto Padre. Por su boca hablan los poetas grandes, quizá sea su boca la boca de la sombra, quizá por ella hable también su padre y el padre de su padre y los ojos y los rizos de Tartessos, extrañada en La Habana, la capital más triste...
Salmos oscuros pero luminosos. Luz a doler. Poeta Frank de la noche a la sur, de la mañana al norte. Voz crucificada en medio de la nada. Voz enzarzada en la recurrente disputa con el ángel. Y la escala ahí tendida, recortada oscuramente en el luminoso azul de Puerto Padre.
Parece desesperanza, pero no lo es. La belleza que mira Frank Castell con sus ojos hechizados es la de un mundo recién creado. Ese mundo le ha explotado a él, al poeta, ante la mirada en la primera hora de la creación. El poeta de esta palabra dolorosa ha proferido a Dios. El poeta lo profetiza. Y a ese Dios o a Dios, oscura, luminosamente, le dice:
Déjame el horizonte,
la música del éxodo,
las mañanas y el juicio
para escribir mi vida.
Salmos oscuros es un libro inquietante, un libro que nos impone la lentitud de un tempo de calvario. Se juega la vida por el verso y en él. Sacraliza, oficia y derrama sus libaciones de palabra. Clama. Perdona. La arena infinita de la playa nombrada por este Adán es nuestro reloj cósmico. El poeta nos ha entregado su palabra. Sobre ella sopla el viento de la creación. Y en ella, salmo oscuro, el profeta nos deletrea el Nombre impronunciable.
Frank Castell, que anda por las calles de la vida en Cuba, es un poeta de los grandes. De esos que nosotros conocimos en los libros: los fusilados, los desterrados, los martirizados. Esos que caminan letra a letra al sacrificio. Esos, que tienen sangre de palabra. Los que llevan asombrados las raíces en las manos. Los que nos bautizan implacables de luz y nos lavan la cara. Los que nos ungen con el sagrado aceite de su verso. Los que nos convierten a su fe de paria y nazareno. Los que nos inician en el misterio de ser un brote humano en una isla, siempre ante el mar y con la historia a cuestas.
María García Esperón
México