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Prohibido soñar, de Carlos Marianidis, en los 30 años de democracia en Argentina



Carlos Marianidis

Cada cuatro años, Argentina elige presidente, gobernadores de provincia e intendentes de ciudad. Y, cada dos, renueva sus representantes en el Congreso. La decisión la tomamos nosotros mismos, personas comunes que poblamos la patria y cumplimos los requisitos para ser ciudadanos. De esto se trata la Democracia. Pero no siempre fue así.

Durante mi infancia, yo creía que la manera normal en que cambiaban las autoridades era por la fuerza. Cada tanto, un hombre de uniforme verde sacaba al que estaba gobernando y se proclamaba él mismo como nuevo presidente. Esta costumbre se llamó Golpe de Estado y duró mucho tiempo. Demasiado.


Al crecer, descubrí que no solamente nuestro país había sufrido tristeza e injusticia. Mientras el hombre volaba por primera vez a la luna, en Europa los estudiantes se lanzaban a las calles a reclamar su futuro. Y, en casi toda América Latina, los pueblos luchaban por construir sus propios gobiernos y una vida digna.

En Argentina, finalmente, el 10 de diciembre de 1983 volvió a sentarse en el sillón más importante de la Casa Rosada alguien elegido por el pueblo.

Fue algo histórico. Los que tenemos cierta edad, recordamos hasta dónde estuvimos y con quiénes compartimos aquel día.

A las diez de la mañana, yo hacía equilibrio en el borde de un cantero del Congreso Nacional -en ese tiempo, ni los edificios públicos ni las plazas estaban cercados con rejas-. Desde allí, con lágrimas en los ojos, escuché la voz que salía por los parlantes colocados en la entrada y a lo largo de la Avenida de Mayo. Tras largo tiempo de dolor para todo el país, sin libertad de elegir un gobierno ni representantes de ningún tipo, alguien juraba como presidente. Era un ciudadano común, como cualquiera de nosotros.

Dos horas después, se abrió el portón del palacio. Y aquel señor de bigotes gruesos que llevaba una banda celeste y blanca cruzándole el traje oscuro nos sonrió a todos. Luego subió a un brillante Cadillac que lo condujo hasta la Casa Rosada. Despacio, muy despacio... Muchos jovencitos trotamos cerca del convertible negro mientras el hombre saludaba feliz, con sus dos manos unidas en el aire. Se llamaba Raúl Alfonsín.

Desde entonces, los argentinos decidimos nuestro destino mediante el voto en las urnas. Con pensamientos diferentes y hasta con fuertes discusiones. Pero siempre en libertad.

Desde entonces, soñé con escribir un libro sobre lo que había pasado antes. Sobre lo que había costado llegar a aquel día en que la alegría se desató en cada calle de nuestro país.

En el fondo, cuento lo mismo que había ocurrido en nuestros países hermanos. Pero no hablo de los grandes detalles que se pueden leer en cualquier buen libro de Historia. Me refiero a pequeñas cosas que nos marcaron a los que crecimos en aquellos días difíciles, cuando estaba prohibido soñar 


Editorial Estrada. Colección Azulejos, Serie Roja. Ilustraciones: María Jesús Álvarez

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