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Borges: este sueño


En vano busqué la puerta que me llevara a usted.
En vano caminé con la furia del insomnio por los pasadizos de la añosa biblioteca, por las calles de su Buenos Aires metafísica y por la calma de Ginebra.
Pero supe de su infancia y de su amor por los tigres.
De cómo leía recostado en la piel de aquella fiera ultimada por un cazador desconocido. De cómo el mundo lo fue cercando en la casa de su padre, en la biblioteca de su padre, de cómo hablaba inglés con su abuela Frances Haslam y de la amistad inagotable que lo unió con su madre.
Sabía mucho de usted.
Por eso me urgía encontrarlo, ver su rostro. Por eso, como Dante, tuve que forjar un sueño para oír, humana y próxima, la voz de Borges.
Sin embargo, no alcanzaba a soñarlo cabalmente.
Algo me faltaba: pasión, sueño, gramática. Recorría sombríos caminos y llegaba siempre al mismo punto, como en el fatídico laberinto.
Luego, intenté olvidarlo.
Intenté desprenderme de sus mitologías del arrabal porteño, del oro deslumbrante de los vikingos y de las espadas de sus mayores. Fui desprendiéndome de sus metáforas. Abjuré de usted, Borges, de su complicidad, de su complicación y de su sencillez. Al olvido, a la antimateria, los cármenes sevillanos de su juventud ultraísta. Los idiomas infinitos de Cansinos Assens, las lunas cansadas de Lugones, la aventura de Sur, Victoria Ocampo, Beatriz Viterbo, el Aleph, el reloj de arena, la memoria... Al olvido la memoria...
Lo de menos fue su muerte, Borges.
La noche en que supe que había muerto pensé en que, por fin, era usted feliz.
Se había desprendido de los cuchillos de los compadritos, de los espejos y del inglés. Pero aquí nos quedamos todos rompiéndonos los cristales de los ojos para entrever, en algún cielo, la forma de Borges.
De cómo el mundo lo fue cercando en la casa de su padre, en la biblioteca de su padre, de cómo hablaba inglés con su abuela Frances Haslam y de la amistad inagotable que lo unió con su madre
¿Sombra? ¿Polvo? ¿Tenía razón Quevedo? ¿En el vientre del cementerio de Pleinpalais se estremece el polvo enamorado que fue Borges? ¿Ensaya su ironía con las ciegas raíces de las hierbas? ¿Busca el polvo de Atila, el de Tamerlán, el de Alejandro? ¿Extiende mensajes y escribe cartas por los subterráneos que no urdió su literatura?
Perdone, Borges. Sé que no creía en la trascendencia ultraterrena. Pero prefiero pensar que usted habita en los Campos Elíseos, que le aburre conversar con Aquiles, ese pretencioso, y que busca, en cambio, la charla juguetona de Alfonso Reyes.
Tiene un departamento idéntico al que tenía en Buenos Aires, en él, su madre lee a Eça de Queiroz y toma el té con Charles Dickens. En los Campos Elíseos, Borges, usted ya no es ciego. Y lo lamenta, como lo lamenta Homero, pues los dones de la oscuridad son, en esta vida y en la otra, infinitamente superiores a los dones de la luz.
Por hoy baste, Borges. Le enviaré estas líneas en el próximo rayo de luna y evitaré en lo sucesivo ponerme sentimental.
Usted es un impecable caballero argentino y en su genética victoriana sobran las lágrimas.
No espero respuesta.
Si acaso, buscaré un augurio abriendo al azar uno de sus libros.

María García Esperón
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