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No sólo en noviembre, de Aurelio González Ovies


No voy a ir al cementerio, madre, en ese día en que hay tantos vivos mirando a tantos vivos al lado de los muertos, con la excusa de los muertos. Te he dejado unas flores el domingo pasado y un beso, como siempre, desde cerca o desde lejos, barbando en agua. No voy a ir, como tú tampoco lo hacías, a dejarme ver, a fingir composturas, a respetar los ritos, a rezar lo que no creo, a efectuar el trámite y pasar el mal trago de tener que cumplir con quien no me apetece, saludar a desgana, explicar que estoy vivo y qué es de mí a los que no se acercan ni te conocen más que en esa mañana de los muertos. No me gusta pisar el cementerio, a no ser cuando, de tarde en tarde, me acechan dudas.

Mi memoria acude a ti a cada instante, mi corazón está lleno de ti. Tú sigues siendo mi madre, porque yo soy hijo tuyo, porque surgí de ti, de la carne de tu carne, de las profundidades de tu ser. Tú sigues siendo mi rosa de los vientos, mi nombre sobre todos los nombres. Mi poesía te busca, te llama en cada verso, te eleva en cada ritmo. Mi palabra, con hebras de tu Luz, enciende las metáforas en que escondo la ausencia, alumbra los poemas en que vacío el dolor. Estás en cada verso, en cada línea, en cada espacio en blanco de mis páginas, en cada página en blanco de las que han de venir.

Estás, por más que te hayas ido. Existes, por mucho que te hayamos tabicado. Y sé que aún escuchas el canto de los pájaros y cómo brama en noches la furia de la mar y el brío del nordeste entre los eucaliptos y la sirena ronca de Peñas en la niebla. Percibo que vas siempre al lado mío, caminando conmigo, diciéndome que sí a lo que te comento, diciéndome que ánimo con lo que me propongo.

Percibo que me miras con los ojos cerrados y compartes conmigo los tonos del otoño, las hojas acabadas, la belleza escondida de todo lo que tú me enseñaste a captar, incluso en la tristeza. Aprecio que estás tú detrás de cada puesta de sol, apuntalando el púrpura; detrás de cada flor, filtrando suavidad, sobre los aguaceros, perfilando la lluvia.

A ti te he dedicado las horas más felices de mi vida, los recuerdos más gratos, los libros que mereces. De ti hablo sin tregua y te comparo con el calor en medio del invierno, con el agua más fresca en épocas de sed. Hablo de tu benevolencia y tu capacidad de mansión con las puertas abiertas de par en par. De cuando me esperabas con la luz encendida, incansable y cansada, dormida en una silla en la cocina. De cuando me dejabas, tapadas con un plato, un plato de rosquillas o los higos más tiernos. De cuando me escribías en un papel recetas o marcabas en cajas de pastillas y en frascos de jarabe cuántas tomas.

Hablo sencillamente de tus sencillas cosas: de aquellas dos agujas con un poco de hilo, clavadas en la faldilla de los almanaques. De aquellos imperdibles que tanto te gustaba traer en el mandil. De cuando me peinabas y me echabas aceite en los labios «ariados» y marchaba a la escuela y te decía adiós desde la última curva. Hablo de tu sencillez, de tu nobleza. De aquella inmensidad y aquel sosiego que transmitías a quien se te acercaba. De la serenidad que desprendías. Del afecto y la fe que desbordabas. De aquella comprensión con la que interpretabas el mundo y sus errores, la humanidad y sus maneras, el tiempo y sus adversidades.

Doy a la tierra gracias por haberte tenido entre los brazos como ella te retiene ahora en sus entrañas. Gracias al amor por haberte creado a su imagen. Gracias a la humildad por haberte elegido su más diáfano ejemplo. Gracias a la realidad de tantos sueños en los que me apareces y sonríes, me colocas los cuellos, me acaricias el pelo y, con aquel gesto tuyo de paciencia, me besas y susurras que siga descansando, que tienes que volver, que debes irte. Madre, gracias.



(C) Aurelio González Ovies
La Nueva España, 22 octubre 2008
Voz: María García Esperón
Música: Nightnoise. Bleu
MMXI
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