En las fecundas horas de la madrugada,
cuando la torpe sombra o la delgada brisa
traen del olvido el olor salino, sin prisa
interrogo a las estrellas desde mi ventana.
Pienso en los tantos hombres que han muerto,
(el instante, una armonía contenida de hechos),
en el frío clavel, en el águila y en los presos,
y acaso ignoro que soy otro en un poema de hierro.
El vestigio luminoso de la Vía Láctea,
encarcela mi pupila, le roza con alas de pájaro
y de sus anchas manos brota el oro fatuo
encarnado en meteoro y en estrella fugada.
Ya sólo queda el asombro en el tiempo,
y el vivir, que nada en su magia se olvida.
Ahora, las cosas terrenas no son las mismas
cuando tornas la mirada a ese firmamento.