Tercera esfera en dirección al sol,
cuán sublime y terrorífica eres,
cuán exacta en tu cúmulo de átomos.
Melodiosa, precisa y frágil dama de la vida,
canto en el terciopelo de estrellas y aguas
un suspiro para tu latido de cristalina nobleza.
¡Madre!, sólo prisionera del cosmos,
riges los caminos y oportunas estaciones:
con ello mis hábitos son memorias que regresan.
¡Madre!, ¿dónde el tiempo moldeó tu infinitud?
¿Qué dios de dulce mirada soñó
tus terrores y caricias, generaciones y desiertos?
Sólo seré tu hijo, oceánica y terrena,
cuando marche al paso de las manadas
y punce mis venas con el cristal de coníferas;
cuando surja un paso más de mi cuerpo
sobre la sabana y la alta pradera de tus pechos,
y acaricie con fulgor antiguo el fuego,
la carne y el agua que bondadosa me obsequias.
¡Madre!, cuando perciba el claro y fino lenguaje
de las hojas y las sombrías arenas.
Tu paz es un clavel y un helado glacial,
tus lágrimas vertidas al unísono
son las riveras que mueren en la mar,
tus cabellos el soplo diurno y armónico de la espiga,
tus ojos el siempre sedoso azul del cielo.
Cuánto bogar de tus venas
junto a la joven bandada de pájaros;
cuánto deleite brindan albas y ocasos
que tú ignoras en la sapiente brisa
de celestes cámaras y oscuras gravitaciones;
cuánta hermosura y verdad desatas,
cuánta infinita diversidad posees
para perfumar mi alma.
Sólo una cosa sé, Madre Tierra;
la polvareda innumerable de estrellas
aún asciende a tu azul orbe,
y teje en tu sangre de esplendores
la mirada siempre nueva del lince,
el dominar de color y fugacidad del cerezo,
y el diario y poético asombro de mis labios.
(C) Wilson Pérez Uribe