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Antes del fin de los días: por qué escribo. Jorge Luis Peña Reyes

Antes del fin de los días 

 Por: Jorge Luis Peña Reyes 




Me dirijo a los niños porque la infancia no es una etapa de la existencia, a pesar de lo que dicen psicólogos y estudiosos. La infancia es la patria definitiva de la humanidad. Solo volviéndose a ella o recreándola encontramos la ruta exacta para ser hombres buenos. 


Trabajo como un corredor de fondo, como si la literatura me salvara y extendiera el horizonte más allá de la utilidad posible.
Siento el ruido de una avalancha que nos sigue, aún así me detengo a escribir.
Me pregunto si puede llamársele trabajo a este robo de tiempo a la familia, a las horas de ocio que empleo para engarzar palabras y crear mundos probables.
Por este oficio me entrego, sin recibir el pago merecido, tal vez ahí radique su encanto, esa vecindad permanente con ocupaciones que ejerzo por la poca solvencia de mi primera elección.
 Enseñar y reportar son oficios alternativos que garantizan el sustento familiar.
Escribir para los niños me afirma en el más importante encargo de mi vida.
 Nunca desdeñé el papel de la enseñanza, y su pasión de vaciarse día a día para sembrar en otros las esencias del futuro, pero acaso la literatura vino a resumir esa bondad con un empuje mayor, una pasión inagotable que insiste no solo en la urgente necesidad de informar, tiene implícita la consolación de tiempos duros en los que no sobreabundan buenas nuevas.
Construyo, retengo y transfiero mundos, como una negación de cuanto recibo en la radio, la prensa y los medios alternativos de difusión, porque el arte no es solo reflejo de una realidad compartida, sino la reinterpretación cabal de la historia, útil para una devolución más iluminada y esperanzadora.
Tampoco pretendo escribir como mis contemporáneos, tan solo porque la crítica imponga una manera novedosa y sutil de divulgar realidades complejas, aunque esos modos abran horizontes y oportunidades. Solo en este apartado, prefiero que la literatura no sea un modo de vida, sino una vocación.
 Elijo el arte en tiempos de inflación y crisis, en una apuesta socorrida por la supervivencia del género humano y con la complicidad que otros me legaron.
Me dirijo a los niños porque la infancia no es una etapa de la existencia, a pesar de lo que dicen psicólogos y estudiosos. La infancia es la patria definitiva de la humanidad. Solo volviéndose a ella o recreándola encontramos la ruta exacta para ser hombres buenos.
Cuando alguien dice que uno de mis libros es su preferido, escarba en mi orgullo propio la urgencia de someter el ego, de labrar con más sigilo el camino que elegí o que eligieron por mí desde el vientre de mi madre.
Son ellos con su corazón de esponja sedienta, los destinatarios más agradecidos, los críticos más sinceros, pese a que juzguen razones de gusto y empatía. La literatura que edifico para niños, tiene en cuenta a los adultos como lectores potenciales. Se impone remitirlos a sus primeras edades para que hurguen su bolsillo y obtengan esa mercancía especial que es el libro.
Escribo con una incertidumbre incómoda y solo me complace y convence el libro cuando respira como una casa espaciosa. Esa casa no es resultante de agregar textos o capítulos como si fueran ladrillos o habitaciones, son espacios concebidos para llegarse una y otra vez con la curiosidad de descubrir nuevas puertas, aunque ello precise de reposo, de días sin mirar dentro.

Escribo antes del fin de los días, hasta que hagan suya la literatura que nace en mi hoja blanca

Ojalá mis libros no se terminen en la última página y haya que volver a ellos en otras etapas de la vida por ese sentimiento de compañía que generan cuando se convierten en seres vivos y desafiantes.
Me niego a escribir una literatura sobre niños porque sus realidades pueden ser traumáticas y oscuras; y aún en medio de esas circunstancias tienen la capacidad para vivir con intensidad y ser fieles al pedazo de tierra que los vio nacer.
Fue lo que aprendí en Kenya, África, el continente más socavado y menos atendido del universo. La pregunta que se impone no es dónde la gente vive mejor sino dónde es más feliz. Tampoco quiero dejar una instantánea monocromática de la existencia.
Por ello vivo tentado a trabajar bajo la buena sombra del humorismo, aunque guarde cierta distancia de la sonrisa vacía y soez. Prefiero la sonrisa pícara y transgresora.
Al igual que Borges no imagino un mundo sin libros, por eso me dedico a hacer lo que de niño debí disfrutar.
Aún cuando crear textos no tiene fin, y nada nuevo existe que uno pueda revelar a estas alturas, sé que mi trabajo solo sumará unas pulgadas a los interminables estantes del saber humano. Así y todo no ofrezco nada a cambio por el oficio de escribir para los niños.
La sonrisa de ellos mientras leo, me parece el equilibrio ideal porque sus ojos dicen que aceptan esa manera otra de educarlos sin posturas didácticas ni pretensiones aleccionadoras. Escribo antes del fin de los días, hasta que hagan suya la literatura que nace en mi hoja blanca. Así me comprometo a escudriñar y sacar a la luz los matices que aún quedan del mundo.
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