Elqui
(En mapundungún: lo heredado)
Es cuestión de tiempo, nada más. Ahora juegan entre sus cerros. Sólo juegan.
Pero mañana, en un mes, el año que viene, serán como querubines ensayando, inocentes, la sonrisa del diablo.
Dónde estará su familia, se preguntará un hombre bien vestido que les rechazará la estampita, los mirará con desprecio y continuará cenando con los amigos y diciéndoles que no, que no se puede creer que en una tierra donde en otoño se te cae una semilla de maíz y en primavera hay una planta llena de choclos pasen estas cosas.
- Dónde estará su familia -repetirá, indignado, y enseguida preguntará por los goles del domingo.
Su familiaPero mañana, en un mes, el año que viene, serán como querubines ensayando, inocentes, la sonrisa del diablo.
Dónde estará su familia, se preguntará un hombre bien vestido que les rechazará la estampita, los mirará con desprecio y continuará cenando con los amigos y diciéndoles que no, que no se puede creer que en una tierra donde en otoño se te cae una semilla de maíz y en primavera hay una planta llena de choclos pasen estas cosas.
- Dónde estará su familia -repetirá, indignado, y enseguida preguntará por los goles del domingo.
En el principio, araron la propia tierra. Después fueron perseguidos y se resignaron a arar la tierra de otros. Avisaron que no se podía sembrar soja todo el tiempo; que había que dejar descansar a la mapu, pero nadie los escuchó. Y su esperanza murió en los surcos resecos.
Entonces aprendieron a ser mineros. Y la piedra cambió de dueño.
Al final, fueron ferroviarios. Pero sin cosecha y el cobre de los cerros consumido, el ramal cerró.
Pronto dejaron hueco el caserío. Igual que bestias en medio de un incendio, de la montaña bajaron a la sierra, de la sierra bajaron a los llanos, de los llanos al pueblo, del pueblo a las ciudades.
Entonces aprendieron a ser mineros. Y la piedra cambió de dueño.
Al final, fueron ferroviarios. Pero sin cosecha y el cobre de los cerros consumido, el ramal cerró.
Pronto dejaron hueco el caserío. Igual que bestias en medio de un incendio, de la montaña bajaron a la sierra, de la sierra bajaron a los llanos, de los llanos al pueblo, del pueblo a las ciudades.
Por cada uno bajaron mil, porque en medio de la huida, muchos escondieron el miedo en un abrazo y le hicieron hijos a la miseria en esas noches que para consolarlos les abrió las piernas flacas.
Sin mesa familiar, sin horno humeante, sin pan caliente en qué reconocerse, perdieron la razón de enseñar los oficios. O tal vez ocurrió que perdieron los oficios y, después, la razón. Como fuera, no les quedó nada.
Ahora, espoleados por el hambre y la injusticia, agolpan su terror amenazante frente a cada palacio de gobierno; cada hilera de escudos, cascos y bastones, para pedir por un techo, algunos surcos, un arado. Les contestan a golpes que el mundo cambió, pero nadie les dice por qué lo hizo sin ellos.
Y la vida se les pasa. Es una vigilia eterna de oscuros pensamientos. Porque allá lejos, en el Congreso, donde los diputados sólo piensan en las tierras que le van a dejar a sus hijos, ¿quién le prestará atención a su peñi, el que fue a hablar por los hijos que le van a dejar a esta tierra? ¿Quién estará en la fragua cuando retorne el cobre? ¿Quién quedará que sepa laborar la semilla cuando el campo despierte? ¿Quién sabrá unir dos letras para decir que no?
Ahora, espoleados por el hambre y la injusticia, agolpan su terror amenazante frente a cada palacio de gobierno; cada hilera de escudos, cascos y bastones, para pedir por un techo, algunos surcos, un arado. Les contestan a golpes que el mundo cambió, pero nadie les dice por qué lo hizo sin ellos.
Y la vida se les pasa. Es una vigilia eterna de oscuros pensamientos. Porque allá lejos, en el Congreso, donde los diputados sólo piensan en las tierras que le van a dejar a sus hijos, ¿quién le prestará atención a su peñi, el que fue a hablar por los hijos que le van a dejar a esta tierra? ¿Quién estará en la fragua cuando retorne el cobre? ¿Quién quedará que sepa laborar la semilla cuando el campo despierte? ¿Quién sabrá unir dos letras para decir que no?
Mientras tanto, ajenos a todo, los niños cantan. Saben dos o tres canciones. Son coplas en la lengua que hablan sus padres, sus abuelos, que también las cantaron en la infancia y entre los mismos cerros. Caminan y caminan desde sus chozas hasta llegar al río. Cargan baldes colgados por las puntas de una pesada rama que les atraviesa los hombros. Tienen ojos saltones y mirada de pájaro, barrigas hinchadas, piernas tan flacas como sus brazos, pero cantan.
Y vuelven ya, torciendo el espinazo como si fuera un juego. Hablan muy poco, sí. Apenas las palabras con que nombran lo que les falta: auco si se acabó el agua, caleu si hay que buscar otro río. Para qué más. Mientras en la capital los niños de su edad estudian inglés, computación o piano, ellos construyen su cultura por sonidos. El agua hierve cuando tiembla la tapa del cacharro, la cabra anuncia lluvia cuando corre con su cencerro de latón al cuello; hay que salir al monte por más leña cuando ya no se escucha chispeo en el brasero. Sólo el ruido en la panza los confunde casi todos los días. Si ruge ahí, a la altura del ombligo como si fuera un pan que se retuerce, es hora de ir a dormir aunque haya sol. Lo demás es muy simple: despertar y seguir como si nada, ordeñar los colores de la tarde, beber la noche, buscar su estrella.
Con algo de suerte, cuando crezcan un poco más se irán a vivir a la gran ciudad. Entonces, todo será diferente. Como jamás imaginaron.
Y vuelven ya, torciendo el espinazo como si fuera un juego. Hablan muy poco, sí. Apenas las palabras con que nombran lo que les falta: auco si se acabó el agua, caleu si hay que buscar otro río. Para qué más. Mientras en la capital los niños de su edad estudian inglés, computación o piano, ellos construyen su cultura por sonidos. El agua hierve cuando tiembla la tapa del cacharro, la cabra anuncia lluvia cuando corre con su cencerro de latón al cuello; hay que salir al monte por más leña cuando ya no se escucha chispeo en el brasero. Sólo el ruido en la panza los confunde casi todos los días. Si ruge ahí, a la altura del ombligo como si fuera un pan que se retuerce, es hora de ir a dormir aunque haya sol. Lo demás es muy simple: despertar y seguir como si nada, ordeñar los colores de la tarde, beber la noche, buscar su estrella.
Con algo de suerte, cuando crezcan un poco más se irán a vivir a la gran ciudad. Entonces, todo será diferente. Como jamás imaginaron.
Para empezar, pasarán el día buscando papel. Mucho. Si es blanco, mejor. Alrededor de las diez de la noche, la hora en que el andén se ennegrezca de espectros, ellos aparecerán con su cargamento. Se encontrarán con sombras que fueron hombres y mujeres, caballos tristes y bicicletas oxidadas que arrastrarán la miseria rescatable. Atados de cartón, papeles, plástico, todo lo que pueda salvarse en los depósitos y acaso valga un poco, suficiente para calmar aunque sea por unas horas ese ruido que hacen las tripas.
A veces, alguno verá un brillo en la basura y se beberá las dos últimas gotas de un placer ajeno; luego arrojará la lata, la pondrá bajo un pie y aplastará varias veces su destino desgraciado junto a tantos rencores que poco a poco le doblarán la espalda hasta domarlo o convertirlo en un ladronzuelo precoz.
El resto de la noche será más liviano. Entrarán en pandilla a los restaurantes y se dividirán el laberinto de manteles. En cada mesa, dirán que tienen hambre. Con su grito de flor, con su mirada nueva encallecida de arrodillarse demasiado pronto, esperarán firmes hasta que los echen o les den algo. - En una tierra donde en otoño se te cae una semilla de maíz y en primavera hay una planta llena de choclos -dirá ese hombre de traje.
A la madrugada, le abrirán la puerta de sus taxis a la gente que sale de los teatros, se untarán el invierno por los brazos, se repartirán el frío y las monedas. Pocas, como siempre. Se sacarán el espanto con alguna palabra prohibida que hayan aprendido o un gesto adulto que les irá plegando la piel sobre los labios suaves. Con suerte, después comerán un pedazo de pizza.
A la madrugada, le abrirán la puerta de sus taxis a la gente que sale de los teatros, se untarán el invierno por los brazos, se repartirán el frío y las monedas. Pocas, como siempre. Se sacarán el espanto con alguna palabra prohibida que hayan aprendido o un gesto adulto que les irá plegando la piel sobre los labios suaves. Con suerte, después comerán un pedazo de pizza.
Pero aún falta para eso.
Ahora juegan entre sus cerros. Sólo juegan.
Autor: Carlos Marianidis (Buenos Aires - Argentina) Imágenes: María García Esperón (México) Voz: María Eugenia Mendoza Arrubarrena (México) Música: Brasilian dance, Heitor Villa-lobos (Parte I) Luiggi Mozzani, Feste Lariane (Parte II)
Agradecimiento a Carlos:
Hace unos días, después de la publicación de la reseña de Nada detiene a las golondrinas Carlos tuvo la gentileza, tan característica de él, de enviarme un correo electrónico en el que anexó una emotiva carta de agradecimiento, acompañada de dos cuentos, uno de ellos es Elqui, obra ganadora de un segundo lugar en el "Primer Concurso Regional de Narrativa Des-CONTAR EL HAMBRE", organizado por la Iniciativa América Latina y Caribe sin Hambre de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
"El arte es una poderosa forma de sensibilizar y fomentar el debate social respecto a los problemas que enfrentamos", dice la convocatoria a la que respondieron más de 600 escritores.
Después de leer este cuento le pedí a Carlos su autorización para publicarlo. Agradezco su respuesta y el valiosísimo apoyo técnico y artístico de María García Esperón para la producción de este video.
María Eugenia Mendoza Arrubarrena