* Joaquín De la Buelga, director de la Compañía La Caravana del Verso, viajó desde Oviedo hasta León esa mañana del 15 de mayo de 2011 para dar voz a los Tigres de la otra noche, por lo que siempre le estaré agradecida. (MGE)
De cómo saltaron los tigres, una tarde
María García Esperón
Buenos días.
Es una experiencia, más que singular, única, el compartir con ustedes lo que viví en una tarde extraordinaria.
Me refiero a una tarde del año 2005, cuando después de leer en la pantalla de mi computadora la convocatoria para el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños, abrí una hoja en blanco y sobre ella saltó desde dentro -¿es eso posible?- un majestuoso tigre, el tigre de Bengala.
Era un tigre conocido mío, me lo había yo encontrado muchos años atrás en el libro “Azul”, de Rubén Darío, y sin que yo supiera, me había seguido hasta esa tarde y se había apoderado de esa página de computadora que les dije y estaba decidido a salir.
Hay un tigre
Bajo mi almohada,
Todas las noches
Estrena rayas.
Comenzó delatando su presencia debajo de la almohada, en el territorio propicio de los sueños, en el sosiego promisorio de la noche.
De la noche.
De una noche que resultó ser “la otra noche”, ese lugar que existe en algún lado y que nos ayuda a comprender y a tolerar y a veces a soportar la realidad. Esa otra noche que solamente puede ser trovada y encontrada con el lenguaje de la poesía, y que en los territorios de mi libro que nacía, fue y es, queridos amigos, nuestra infancia.
La nuestra, la que tal vez pensemos haber perdido en alguna remota habitación de nuestro pasado.
Es la infancia de los niños que tenemos cerca.
De los niños de quienes tenemos el privilegio de estar cerca y de quienes a veces y desgraciadamente nos situamos tan lejos, comprometidos con nuestra adusta adultez, olvidados de que el tiempo, como dijo Heráclito, es ese niño que juega.
Atisbar ese juego significa traer a nuestros días de hierro la edad de oro de la que hablaron los griegos y de la que estaba enamorado Don Quijote de la Mancha:
¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro (que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima), se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.
La Edad de Oro, que era el nombre de la revista para niños que dirigió José Martí y cuyo título da materia de reflexión y oportunidad para hacer un alto en el vertiginoso camino y saludar a la poesía, que es la única que puede hacer justicia a las nostalgias y traernos fresca y recién cortada la otra noche de nuestra infancia inalterable.
Dijo el filósofo francés Gaston Bachelard que la infancia es “agua humana”. Y sí, algo de fuente, algo de manantial tiene nuestra infancia, que cuando nos acercamos a ella –por recordarla, poro nombrarla, por reconocerla- cuando nos acercamos a ella le lava la cara a las cosas y todo se baña de una misteriosa luz. Cuando nos acercamos a ella percibimos una fiera maravillosa, toda potencia y fuerza y pulsión del ser, a la que podemos pedir ayuda o cuando menos… una manita de gato.
Tigre,
dame una manita
de gato.
Quiero salir
a probar este mundo
a la carrera.
No podría hacerlo sin ti.
Afuera
están los chicos grandes,
las materias desconocidas,
la maestra y los policías.
No es que tenga miedo:
sólo un poco de precaución,
que no es del todo mala.
Pero si me das algo tuyo…
algo simbólico,
no te asustes.
No quiero tu piel,
ni tus colmillos,
ni siquiera tu rugido
metido en un pañuelo.
Si acaso,
tigre mío,
quiero una mano,
una manita de gato.
Me llegó “alegre y gentil”.
Me llegó “de gala”.
Y traía aprendida de la garra otra memoria mía: un zoológico en Puebla, en el que el tigre de Bengala, blanco y majestuoso, miraba con desdén a sus miradores, los visitantes del zoológico.
A alguien se le ocurrió insultarlo, abusando de su condición de encadenado, y el tigre comprendió el insulto, fiera magnífica e inteligente y prendió su mirada en mi memoria aguardando el momento de su liberación.
Esa liberación ocurrió en la otra noche de estos poemas.
Y me gusta pensar que seguirá ocurriendo cuando el poema se lea.
Para que de una vez ocurra y abusando de su paciencia, lo leeré en seguida y la poesía liberará en el verso al tigre prisionero y nosotros paladearemos el sabor de su libertad, que es la nuestra y que, como dijo Horacio, tiene el nombre dulce:
Llevé a mi tigre
al zoológico.
Lo pensé mucho
–no fuera a pasarla mal-
pero quise correr el riesgo.
Estuvo mucho rato
apoyado
en los barrotes
de la jaula de los tigres.
Finalmente rugí
y salté sobre las rejas,
asombrando al cuidador
y a los cachorros.
Le arrebaté al guarda
las llaves de la jaula
y abrí la puerta de la prisión.
Lo demás fue un río de tigres
corriendo bajo los árboles
entre nubes de globos
y algodones de azúcar
y nubes de verdad
y libertad dulce.
Logré llegar a la India
-no puedo decirte cómo-
y pregunté por el tigre.
Me hablaron de una ciudad
blanca, bajo la luna.
-“Si hace sol, no aparece”
–dijo el viejo faquir.
–“Si está oscuro, no se mira”
–dijo el encantador de serpientes.
Cerramos los ojos
y al mismo tiempo,
vimos correr al tigre
por la ciudad blanca
que está detrás de los
párpados.
Pero Jorge Luis Borges, otro poeta que me dejó sus tigres aquella tarde, ha dicho que…
“sólo una cosa no hay. Es el olvido…”
Y por este poeta, por Borges, me llegaron, sin que yo lo supiera conscientemente, los tigres de William Blake. Esos tigres que se dicen en inglés y que se escriben con y griega y que brillan como el fuego… Tyger Tyger burning bright… Esos tigres borgianos que brillan como el fuego y que son el fuego que me devora y el tiempo que me consume y que son el tiempo y yo mismo y cuya piel es, claro, una indescifrable y sagrada escritura.
Pero hay otro tigre entrañable, tigre de libro, de aventura, de Salgari.
El tigre de la Malasia, el perseguido hombre tigre. Sandokan.
A letras y emociones con Sandokan aprendí a ser valiente, me dio la jungla y las embarcaciones de caña sobre el océano Índico, me dio el sonido de la lucha primordial, la que defiende el suelo en el que se ha nacido, el aire que se respira y el idioma que se habla de las imposiciones de los poderosos, del colonialismo.
Y esa tarde, ese tigre de Salgari, me dio este poema:
El encantador de serpientes
me contó una historia
en la que vi pasar al tigre.
Veloz.
Como una flecha.
Como su nombre.
No se detuvo al llegar al río.
Saltó en medio de sus aguas.
Yo lo seguí.
Yo valiente.
Yo veloz.
Como un tigre.
La amistad, en la bella definición clásica, es un alma en dos cuerpos. No sé si ese tigre fue un amigo imaginario y no sé si sea posible convertirse en tigre, como señala la religiosidad mesoamericana de algunos brujos o chamanes, que pueden convertirse en su nagual. No lo sé. No sé si sea posible adquirir las cualidades de la fiera magnífica, pero sí se que al final de aquella tarde, el último tigre se despidió.
Había saltado entre los puntos, se brincó los párrafos, y al mirarlo partir, la nostalgia fue tan fuerte y el desamparo tan atroz que él, compadecido, me regaló el último poema, que les juro, por las rayas del tigre, que se escribió solo, una llave mágica para traer en el fugaz ahora, el inalterable siempre de la infancia.
Vino a despedirse.
La piel le colgaba
un poco
(de los codos).
De repente,
me pareció viejo.
Debo confesar que,
cada día,
me costaba más trabajo
hacerlo correr.
De salir a cazar
bajo la luna,
ni hablar.
–Hace mucho frío
–le decía yo,
como pretexto.
(Y no era cierto)
El que no quería
correr ni cazar
–ya lo adivinaste-
era yo.
Por eso se hizo viejo.
Por eso se despidió.
-¡Espera! –le dije,
pero ya era duro de oído.
Entonces…
Corrí descalzo
bajo la luna fría.
Volví a ser su cazador,
su corredor,
su embustero.
(Mi tigre regresó,
la otra noche,
cuando por extrañarlo,
insomne,
contaba para dormirme
sus rayas de memoria).