Enrique Pérez Díaz. Foto: Olimpia Chong |
No sé bien por qué, pero desde siempre, los libros se me han antojado una ventana, precisamente aquella ventana que se me abre insidiosa y promisoria y me hace mirar allá adentro de ellos de manera constante y reiterada, esperando —o no esperando, quién sabe— encontrar algo diferente cada vez que me asomo a ella como espacio de infinitud y sorpresa.
El libro me inspira libertad.
La ventana me da libertad.
Libro-Libertad-Ventana.
Enjundiosa combinación de palabras de significados contrastantes, pero, de alguna manera, tan relacionados entre sí por un algo raro, que aún no soy capaz de definir ni comprender.
Tuve una infancia llena de libros y de ventanas. De ventanas que se me cerraban al aire, a las voces provenientes de la calle, al susurro de amigos invitándome a escapar ventana o puerta afuera para irme a jugar.
Una infancia llena de libros que, como ventanas, se me abrían sugerentes y amigos. De libros que eran el entretenimiento, la aventura y el inigualable placer de jugar a ser uno y muchos personajes a la vez...