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Indicios de verano, de Aurelio González Ovies


La fragancia fresca de las viejas rosas. Un rumor de abejas al fondo de mayo. Clavelinas dóciles en unas macetas. Esbeltos gitanos que extienden sus carpas. Los nidos de araña entre los sanjuanes. Los niños que juegan cerca del ocaso. El verdor que duele como verdad viva. El hombre tranquilo que encala su casa. La sombra afectuosa de la higuera fiel. El ropaje nuevo de un espantapájaros. La mañana llena de luz y jilgueros. La temprana música de una romería. El olor tendido de toallas de playa. Nubes de tormenta que llegan de pronto. La tarde que añora la siega en los prados.


La perfección púrpura que hay en las cerezas. Las niñas contentas que estrenan sandalias. La voz del anís, saludable y honda. El sol poderoso, cada día más alto. La explosión de aroma a flor de saúco. La sangre silvestre que filtra en las fresas. La soledad seca de las pomaradas. La hilera de hormigas que cruza el camino. La loma reciente de los hormigueros. La ilusión callada de los avellanos. Endebles gramíneas que bordean el tiempo. Los arvejos raudos que trepan las varas.


Brillantes lagartos que asoman medrosos. La piel que mudamos al perder la infancia. El arrullo ronco que un palomo emite. La calma enroscada en que duerme el gato. Los frutos que crecen milagrosamente. La lenta mirada que observo en las vacas. El abrevadero rebosante y limpio. Los últimos pétalos que caen del manzano. Mariposas leves que tantean el mundo. Caminos vacíos que van hasta el nunca. Pescadores quietos que velan sus cañas. Las pegas que riñen mientras van volando. Los adolescentes, sus besos que urgen. Las familias pálidas que comen al aire. El bullicio que abre y cierra el domingo. La cometa inhábil que asciende y se engancha. Estelas de aviones que jamás retornan. El furgón que vende bebidas y helados.


El resol doliente con que muere el día. La mujer que riega su huerto y sus plantas. El perro rendido que se echa y bosteza. La iglesia en que apenas se reza un rosario. Calor que refleja en las carreteras. Extensos espinos que aroman las horas. Abuelas que allegan las contraventanas. La límpida luna que late en las olas. Nerviosas libélulas al sur de los juncos. Petunias que brotan entre los geranios. El llantén que brota del caído muro. Sombrillas y toldos que ocultan el mar. Espacios que saben a niñez y a playa.

(C) Aurelio González Ovies.
La Nueva España, 30 de mayo de 2012
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