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Helier Batista: Entre las dos orillas, por Jorge Luis Peña Reyes


HELIER BATISTA
Entre las dos orillas

Por: Jorge Luis Peña Reyes

A los quince años yo dibujaba como Miguel Ángel; he tardado cuarenta años en aprender a dibujar como   un  niño.
 Pablo Picasso.

Me pregunto cómo la hojarasca de  las dos  orillas puede  silenciar la  mano consagrada de Helier Batista Hernández. (Puerto Padre, 1977)

Aunque pueden contarse  varias series que definen sus etapas creativas, me inquieta un grupo considerable de obras dominadas por los códigos infantiles sin que el término se confunda con facilismo o lo naif. Tal vez es aquí donde más trabajo conceptual o al menos sedimentación académica existe, en la que Helier se encuentra con el niño que es, mientras mancha de acrílicos  esos paisajes continentes de un profundo conocimiento del color y un sinnúmero de técnicas y corrientes plásticas.


Con sobrado dominio del dibujo, Helier acumula más de ocho trabajos de ilustración con especial inclinación hacia libros de poesía tanto para adultos como para niños. Él sabe aprovechar esa posibilidad de reproducir su obra  miles de veces, por eso  pone su empeño en que los trabajos de ilustración no sean menores  que aquellos expuestos en varias  galerías cubanas.

Soy testigo de que cada acercamiento de Helier a la obra literaria es una reinterpretación que lejos de limitar o reproducir el   texto, lo extiende a zonas insondables de lo sugestivo y polisémico como conviene a la poesía de buena factura.
Un espíritu inquieto le revolotea dentro y lo obliga a trabajar sin hacer concesiones. Le exige que cada casa  sea más que su forma básica o que los árboles nos remitan a esos esbozos infantiles que empiezan a iluminarse con trazos aquí y allá sin más  orden establecido  del que impone  colores y facturas.
No siquiera Miami, esa tierra apócrifa cubana, le borra sus sueños de artista. Gesta proyectos que le tienen muy ocupado. Ya ofrece un mural pictórico en la escuela de su hijo  o expone con esa fuerza poética de quien le urge no disolverse entre el bagazo ornamental que sobreabunda.
Son los barcos desde adentro: a grafito,  pincel o sobre el celuloide, útiles para encarar la distancia entre las familias de una y otra orilla, pero bien pudieron ser los zapatos o las siluetas de su abandono en cualquier arena cubana para referirse al éxodo que tanta sal  pone ante nosotros.
Por eso el poeta Frank Castell dice: Los barcos son ciudades que se marchan…


Duele distanciarse de un amigo que es un artista pleno y que por estrecheces políticas no pueda contarse entre los creadores cubanos que viven en cualquier parte y bajo cualquier bandera con vínculo de   las instituciones de la tierra que le vio nacer. Aun así, sigue Helier  con esa lealtad del cubano de  a pie. Me consta que Helier no dejará de ser el artista que en mi país arribaba el tren lechero para respirar el ambiente de los ferrocarriles y la espera; y hacer luego  sus propias  imágenes, como si un cronista se propusiera semejante ejercicio. Ver sus habitaciones cada vez más estrechas debido a su  tenacidad creativa me convence de su éxito, de su búsqueda.

Lejano está quizás el día del reconocimiento, la oportunidad  de vivir de su vocación, y no continuar como un rudo vigilante de cargas en  cualquier almacén de la Florida. Bien sabe él que las orillas también son extremos y que los hombres difícilmente encuentran el punto meridiano de la felicidad.
Mientras tanto, no hay descanso, tampoco  sombras de derrota.  En Helier Batista  su trabajo es su idioma y no la pretensión necesaria de asumir ahora el lenguaje de la opuesta orilla que le vio nacer…  

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